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jueves, 11 de octubre de 2012



      UN ACUERDO RAZONABLE



Se encontraba el Rey de los monos descifrando el comportamiento del
hombre
Cuando al fin consiguió dominar su lenguaje, fue a visitarlo junto
con otros setecientos monos, y le dijo pausadamente y en perfecto
castellano:
- Hombre, estoy listo. Ya puedo hacer tratos contigo.
- Muy bien – contestó éste otro – dime que tienes para ofrecer.
El Rey de los monos hizo un ademán y a sus espaldas, en donde estaban
los otros setecientos que habían venido todos vestidos del mismo
color, comenzaron a cantar una canción. Luego otra, después otra y otra
más hasta el hastío del hombre, que los hizo callar. Luego les dijo:
- La ley no permite que los hombres hagan tratos con los monos, mas
nosotros tendremos éste en secreto: ellos trabajarán para ti y tú
trabajarás para mí…
- Entiendo – dijo el simio – ¿y tú qué nos darás a cambio?
Y el hombre respondió:
- Entradas para todos los partidos.



El Viaje de Julio Pontoriero



Un lunes de Abril de año dos mil siete, se desató el horror en la Universidad Tecnológica de Norris Hall: un estudiante de veintitrés años llamado Cho Seung Hui, masacró a treinta y dos personas y se suicidó. Varios de los estudiantes sobrevivientes describieron cómo Liviu Librescu, un profesor de setenta y seis años, usó su cuerpo para bloquear una puerta frente a Cho para que ellos pudieran escapar de la clase saltando desde una ventana en un segundo piso.
Librescu murió acribillado.
Si Dios me diera la oportunidad de elegir las circunstancias de mi muerte –anhelaba Julio Argentino Pontoriero desde una cama del hospital Piñero- me gustaría que sean ésas…como un héroe.
Él también era profesor, tenía cincuenta y dos años y la vida lo había hecho enviudar en tres oportunidades (perder una esposa puede ser una desgracia; perder tres, ya parece ser un descuido). No tenía hijos y detestaba la paternidad
Su hermana era la única pariente, a la que sólo veía en las fechas de cumpleaños y durante las fiestas, oportunidad que ambos festejaban en una quinta en la localidad de Jáuregui.
Su padre había muerto a causa de la rotura de un aneurisma y su madre de una septicemia; ambos en el hospital. Hoy, insospechadamente, su mismo escenario representaba un posible y análogo destino…
Desde hacía unos años, Julio sufría unos fuertes dolores de cabeza, que se habían acrecentado en los últimos tiempos. Una noche se extendieron insoportablemente hasta la madrugada, y un taxi lo dejó en la guardia del hospital Piñero.
El mapa de su cerebro declaró la presencia de un tumor que requería una intervención quirúrgica urgente.
Prescindiendo de eufemismos, los médicos le hicieron saber los verdaderos riesgos a los que estaba expuesto, y si bien en Julio no había lugar para la esperanza, tampoco permitió que el temor tuviese algún espacio.
Ya en la sala de operaciones, dejó errar su mirada sobre la doliente blancura de las paredes y tuvo algunas reflexiones asombrosamente lúcidas:

La principal causa de la mezquindad de su presente, no era otra sino el escaso esfuerzo por ser feliz. Tras la muerte de su tercera esposa se había refugiado en los umbrales de un romántico ascetismo.
En su sonambulismo docente abrigaba la esperanza de protagonizar un acto de heroísmo, emulando alguno histórico o literario.
Desde un ángulo superior del quirófano, una visión extracorpórea le permitió ver las ruinas del hombre que ansiaba aquélla suerte de Librescu, pero que nunca se había atrevido a nada en la vida, sometiendo sus días a la vacuidad del que renuncia exánime y erra por las aciagas cornisas de la locura.
Cuando entraron los cirujanos, comprendió que la visión era un símbolo: debía morir un hombre para que naciera otro, y confiaba en que la vida le diera una oportunidad; por primera vez, la fe lo visitaba.
La oportunidad la aprovecharía desde el momento en que su salud le permitiera ir a la quinta de Jáuregui a planear su nueva vida. Primero, procuraría el amor de una mujer y tal vez adoptaría un hijo; luego se acercaría a los viejos amigos, a los nuevos alumnos… Se haría de un unicornio como mascota, aunque tenga que ingeniárselas para limarle el peligroso cuerno saliente de entre sus ojos y tratar de disimular los lunares violáceos del lomo (éstos últimos pensamientos ya estaban evidentemente en las jurisdicciones de la anestesia).
Lo mejor hubiese sido cortar el relato en éste punto, dejando entrever que felizmente dicho cambio se producía, para luego sugerir, no sin alguna violencia, la estupidez de que todos podemos cambiar hasta en el último momento de nuestras vidas. Pero lo que en verdad ocurrió fue mucho más apoteósico y merece al menos alguna atención; lo cual no significa que pueda llegar a conmover.
Tres días después, de acuerdo a lo íntimamente pactado en la sala de operaciones, atildado en un espléndido traje azul, con una breve valija a cuadros en su mano derecha, Julio Pontoriero se trepaba a uno de esos vagones que tienen los asientos enfrentados, de un tren que llevaba con destino final Mercedes; lo dejaría en “La Chapiru”, la quinta en Jáuregui. Telefoneó a la casa de su hermana para avisarle de todo lo ocurrido en los últimos días, pero no la encontró. Al llamar a su trabajo, le informaron sin amabilidad de una licencia que había solicitado, por lo que dedujo que la encontraría en la quinta.
Julio había escogido las reliquias de la tarde para viajar; acaso porque le permitía gozar del cobijo anónimo de la oscuridad en su arribo; acaso porque anhelaba ver el oeste desangrarse en colores misceláneos.
Trató de recordar al poeta que había escrito que el oeste es “el callejón final con su poniente. Inauguración de la pampa. Inauguración de la muerte”. Se sentía animado y de buen humor. Cuando el tren arrancó notó que el solitario vagón se había poblado con impertinencia. Miró a la gente: en cada una percibió la indiferencia. No saben - se decía- no pueden saber por lo que he pasado. Y simplemente se dejó viajar.
Intentó ordenar sus pensamientos y prioridades, designios que postergó; prefirió leer el diario. Se detuvo en la foto de una niña de once años que había desaparecido en Quilmes hacía unos días, y recordó el heroico acto de un vecino que había logrado rescatar de una casa en llamas, a una niña de la misma edad.
El arrullo mecánico del vaivén del tren lo encomendó a las bondades de un sueño liviano. Lo regresó a la vigilia el enérgico reproche de un padre hacia su hijo mientras se sentaban justo frente a él.
Julio notó con alguna molestia, la manera en que el padre, en postrimerías del invierno, había abrigado excesivamente al pequeño: un gorro negro de lana y una bufanda también negra, que sólo dejaba espacio para una azul letanía de unos ojos mínimos. Tal vez esa molestia se debía al verse reflejado en el niño, pues él también a esa edad tuvo que soportar idénticas costumbres por parte de su madre.
Cuando el tren dejó atrás la estación Lezica y Torrezuri, Julio regresó a la frágil somnolencia. Al llegar a Lujan, el alboroto de la gente descendiendo lo despertó, condición que decidió conservar pues la próxima parada era la suya. En realidad, bajar en Jáuregui o una estación después resultaba lo mismo: “La Chapiru” equidistaba de ambas estaciones.
Se rehizo en el asiento y observó con serena satisfacción, la forma en que el vagón, valiéndose de lentos recursos, había recuperado esa armonía con la que había partido. La noche aportó el concilio de luces y de sombras y el paisaje entero logró ponerse nuevamente en movimiento.

De pronto, el estupor ganó el alma de Julio Pontoriero: despojado del gorro de lana y la bufanda, la cara del niño sentado frente a él resultó ser el de una niña. ¡La niña extraviada en Quilmes cuya foto había visto en el diario! Quiso cerciorarse y volvió precipitadamente a dicha página. Ahora dudaba; y es que el presente feliz que había captado la cámara en aquél momento (lucía una amplia sonrisa acaramelada), se contraponía al triste presente que sosegaba su viaje.
Julio cruzó unas miradas con el supuesto padre en quien siquiera había reparado; la vileza que le devolvieron sus ojos lo convenció de la imposibilidad de cualquier parentesco con la niña; evidentemente, estaba siendo secuestrada.
Fue entonces cuando el héroe que habitaba en las entrañas del profesor, sintió que su oportunidad había llegado.
El tren redujo su velocidad, señal de que Jáuregui, su parada, estaba próxima. Al bajar acudiría presuroso a la policía y daría aviso del delito. Así de simple resolvería un asunto pendiente con el destino.
El acto compendía con exactitud las posibilidades (e imposibilidades) de su escueto físico, sus limitaciones éticas y también el lacónico compromiso con el prójimo.
Con aire resuelto tomó su valija y pidió permiso, miró a la niña y al impostor, y al pasar por delante de éste oyó las palabras que obligaban a cambiar todo el plan:
- Si abrís la boca la degüello acá mismo…
Julio reconoció en la gravedad de la voz un tono orillero que invitaba a tomar en serio aquéllas palabras; pero no se dio por aludido y se mostró indiferente, postura que debió abandonar ante la disimulada exhibición de un facón en el lado izquierdo de la cintura del secuestrador. (En realidad, Julio nunca vio el facón, lo adivinó).
Caminó hacia uno de los extremos del vagón y se detuvo ante las escalerillas de la puerta. Acertó al sospechar que aquél hecho de haber vuelto abruptamente las páginas del diario que exhibía la foto de la niña, lo había delatado para siempre.
Antes de que el tren se detenga, saltó al andén y continuó con paso pausado; dilató el abandono de la estación hasta lo imposible, buscando en los gastados tablones que crujían bajo sus pies, un nuevo plan. Ahora había que resolver personalmente el caso.
Durante todo aquél tiempo, se sintió observado.
Lejos, a sus espaldas, la locomotora silbó anunciando su partida; ese silbido fue para Julio un grito de auxilio, e intempestivamente se lanzó a correr detrás del tren que había ganado velocidad, logrando no sin un gran esfuerzo colgarse del último vagón y entrar en él.
Mientras se alejaba miró la valija de la que se había visto forzado a desprender durante la carrera, tirada en el andén. Y también observó con ajena ternura, al hombre que se había quedado junto a ella. Era él, era su pasado.
El que ahora estaba en el furgón viajando como un polizonte, ya era otro: un Julio resuelto, comprometido a hacer justicia.
Se sabía buen orador y con gran poder de persuasión; también se sentía con coraje suficiente para enfrentar a aquél hombre y hacerlo claudicar en su infame propósito.
Dos razones elocuentes lo hicieron desistir de estas amables intenciones: una, el villano estaba parado frente a la niña abrigándola (ocultándola), señal de que en la próxima estación bajarían; ergo, no había tiempo de desarrollar la oratoria. Y dos, y tal vez ésta razón anulaba la primera: la naturaleza había dotado a aquél sujeto de una osamenta que, de juzgarlo conveniente, le permitiría dirimir cualquier asunto a su favor mediante el directo contacto físico. Tampoco parecía contar con una buena predisposición para escuchar sermones, llegado el caso.
Julio lo espiaba con recelo; esperaba el paso en falso que le permitiera arrebatarle a la niña sin ponerla en peligro.
Junto a ellos había unas seis o siete personas; algunas de ellas conversaban entre sí. Al bajar, se dirigieron a la parada de ómnibus sin advertir que “el padre y su hijo” se encaminaban hacia un descampado en dirección opuesta.
Julio esperó que el tren retomara su marcha y antes de abandonar la estación, saltó. Luego, prolijo en la persecución, advirtió con horror que ambos se dirigían por un camino entre los pastizales hacia una casa pobremente iluminada de la que llegaban unas risotadas. Si lograban penetrar en ella, la causa se había perdido irreparablemente.
De pronto, surgió la oportunidad: El bravucón soltó a la niña para encender un cigarrillo y Julio, sin medir consecuencias, corrió como un toro o un tigre y se abalanzó sobre el pesado sujeto. En tanto, la niña se había echado a correr a puro grito hacia la estación (tal vez encontrara aún en la parada del ómnibus a aquéllas personas; de cualquier modo, lejos ya de la patética escena, podría decirse que se encontraba a salvo).
Del entrevero desigual entre los cuerpos surgió un disparo. En la casa cesaron las risotadas.
Julio supo al instante que la detonación que había sufrido en su vientre, era mortal. Irremediablemente moriría esa misma noche.
Lo aceptó con terror antes que con resignación.
Luego de que su asesino, en medio de injurias que Julio ya no escuchó, se lo quitara de encima como un saco harapiento, se preparó para la descarga final. Pero eso jamás ocurrió, sino que vio como iniciaba su huida en dirección a la casa. Y ya más nada importa saber del cobarde criminal.
Julio quedó de cara al cielo oblicuo, mirando lo que las desfavorables estrellas le auspiciaban para esa misma noche. Encuentro perfectos los siguientes versos de Yeats, para describir aquél momento:

Ni el temor ni la esperanza
asisten al moribundo animal,
en tanto al hombre que aguarda su fin
lo acompañan todas las amenazas e ilusiones:
multitud de veces se extinguió su vida
y con el mismo hálito la sintió renacer.
Cuando afronta la mano asesina de su prójimo
con el orgullo altivo de ser excepcional,
el hombre advierte que le crece el desprecio
por lo que es una mera cesación de aliento.
Tanto ha convivido en intimidad con ella
que al cabo llegó a crear la muerte.


Se negó a aceptar aquéllos pastizales como nicho sepulcral y tampoco quiso que el umbral de su eterno descanso fuese una sombría sala de hospital; ya creía haber sorteado ese designio.
Entonces, apretó con su mano derecha la herida y sintió la sangre tibia regar sus dedos entumecidos. Se reincorporó, y soportando un dolor desconocido se encaminó hacia “La Chapiru” donde su hermana se horrorizaría de verlo en tal situación; el camino lo conocía de memoria, mil veces lo había andado de niño.
Se pensó un valiente. Se supo un valiente; y si bien no había tenido una vida excepcional, la razón de su muerte si lo sería.
Con un mínimo de aliento, reconoció el aroma de los eucaliptos de “La Chapiru”.
Poco menos de una docena de autos en su entrada, fueron la primera de las sorpresas que aquélla noche le depararía. Supuso una fiesta, pero la desestimó al instante por la ausencia de música (y agradeció que tal situación no se haya representado). Por el contrario, la quinta se desgarraba en un lóbrego ceremonial. Decididamente, aquél era un velatorio; reconoció a su hermana a los pies del féretro.
Al entrar a la sala, nadie de los allí presentes reparó en su avance ni en su asistencia.
Julio no llegó, no necesitó llegar hasta el féretro para saber que al que estaban velando era a él; que el muerto era él y que su muerte se había pronunciado imperfectamente en aquél quirófano del hospital Piñero.
Se preguntó por ése montón de irrealidades que acarreó desde aquél momento, y por los espíritus sombríos que lo habían acompañado en aquél viaje.

Distintas cavilaciones que aún no he abandonado, me han derivado (no se en verdad con que suerte) hacia una explicación de lo ocurrido. Aunque la sospecho exigua, aquí la rescato: Si Dios no se permite cambiar los hechos que ocurrieron, y en cambio sí puede trocar en la memoria de los hombres el recuerdo que éstos tengan de lo sucedido, nada cuesta imaginar entonces que haya transformado el anhelo de un muerto en un periplo espectral.
Análoga suerte intuyo, corrió Julio Argentino Pontoriero que al morir en el quirófano, tuvo un último sueño que Dios representó en una antesala de vigilias póstumas.
Finalmente, presenciando su propio velatorio, supo con exactitud la inevitable forma de su destino.
A mi poco me ha costado; no se cuánto le costará a él, consumar su fantasmidad.
Julio retira la mano de su vientre. Nota, sin asombro, que ya no sangra.


FIN