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sábado, 5 de mayo de 2012

EL CÍRCULO DE PALO SANTO


                           
 Irse de Palo Santo no era una opción. Nunca lo fue, ni tan siquiera albergó los favores de la ambigüedad; fue, sin objeciones medievales, una sentencia inapelable; el dictamen de un destino que, en pieles de verdugo, vino a darme la extremaunción a los nueve años, mirándome fijo a los ojos y venciéndome.
Dos días después de haber cerrado el aserradero, mi papá sin trabajo y yo, envuelto en una fiebre, nos embarcamos en un tren a Buenos Aires, dejando atrás a mamá y a la pequeña Vera en casa del tío Osvaldo que era policía… o algo así. Antes de partir quedó mezclándose en el aire de Palo Santo, la promesa de que a más tardar un año si las cosas marchaban bien...Nos abrazamos todos y entre lágrimas partimos.
El tedio nos acompañó hasta Rosario y a partir de allí, la inercia con la que se contempla todo lo nuevo o lo urgente.
 En Retiro nos esperaba Mario, hermano mayor de mamá. Su hospitalidad fue casi oriental; la austeridad en el trato y un mal humor que nunca se molestó en disimular, no fueron razones suficientes para no tener de él otra  impresión que la de un buen hombre.
La Puerta Del Sol” era una optimista casa de comidas en Palermo Viejo, cuyas empanadas criollas constituían una verdadera obra de culto; en cuanto papá contribuyó en la cocina de las devociones, nos mudamos a un hotel que si bien no era el palacio de Nabucodonosor, había entre ellos cierto aire de contemporaneidad.
Todo sucedía en una forma vertiginosa y favorable; y así se lo hicimos saber a mamá mediante una carta que no tardó en responder y en la que intentaba convencernos de que ella también se encontraba bien, salvo por la pequeña Vera, cuyos ojos conservaban aún la tristeza de la despedida... En una segunda o tercer carta, mamá comenzó a darnos a entender que no estaría dispuesta a enrocar el sereno brillo de las estrellas de Palo Santo por el crepitar de los neones de Buenos Aires; ni a negociar sus siestas y pacientes ocasos por el rumor obstinado de una ciudad que nunca duerme.
Fue entonces que papá entendió que el nuestro había sido un viaje de ida solamente. Ya el Nabucodonosor la aguardaría en vano; ya Palermo se aprestaría lujurioso a enamorarlo con las damas de sus bares; a albergarlo en sus calles y  bajo sus cielos; a perdonarle todos los pecados y desaires humanos y a consentirle la noche... En cuanto a mí, sentía partírseme la vida como el hielo delgado.
Dos años pasaron a la velocidad de uno. La idea de iniciar mis estudios secundarios en Palo Santo había hecho nido en mis pensamientos; más, cuando ésos pensamientos ya eran una decisión, nos llegó desde el pueblo una noticia que nos congeló el alma: un fuego en la madrugada había acabado con la casa y la vida de mamá y la pequeña Vera; también con la del tío Osvaldo... Nadie supo cómo se inició; todo el pueblo se fundió en la confusión. Pero las cenizas eran certeras.
Papá me dio la noticia sentado en el borde de su cama y con la  mirada  extraviada en el empapelado floreado; las manos sobre su cabeza bajaron lentamente hasta cubrir sus ojos, permaneciendo así un largo rato. Una penumbra rembrandtesca se había apoderado del cuarto y de nuestro ánimo; como un residente sombrío, el terrible sentimiento de la culpa  le había ganado el alma. Jamás volví a ver a un hombre llorar con tanto desgarro.
 Hubo noches en que el reproche devoró sus silencios y madrugadas anárquicas que dinamitaron sus temores; así fue que decidió dejar todo el asunto en manos del alcohol. Yo, menos pragmático, comencé a cuestionarme nociones de orden religioso, verbigracia: si no es éste un Universo piloto, un gran simulacro cósmico en el que Dios está ensayando su divinidad... Hay muchas, demasiadas cosas sin explicación…
 Cierta noche tuve el siguiente sueño: " Un hombre muy viejo pero de aspecto jovial, de ojos grises intensificados hasta un azul crepuscular, me negaba la posibilidad de viajar a través del tiempo y cambiar los hechos; sin embargo, se ofrecía a distraer por un instante al guardián del Gran Libro que contiene todos los recuerdos de los niños, para permitirme volver a la tarde de la despedida en Palo Santo, y quedarme con la página de aquel abrazo". Cuando desperté en la mañana ya no me dolía el alma, ni le temía a la oscuridad  ni a quedarme solo. Y había una lágrima dulce en mis labios y un "relámpago triste" en mis ojos que ahora, miraban como los de un hombre.
Los días ulteriores encapsularon la realidad. Los tiempos libres los consagré al estudio que concilia al arte con mi pasión por los animales: la taxidermia.  Terminé el secundario y ensayé un terciario, pero papá enfermó y tuve que ayudarlo en la cocina de la  "mística” casa de comidas; fue entonces, cambiar un uniforme por otro. Mas, cuando los días se parecían a una postal del purgatorio y se enredaban los otoños en mis rodillas, y arrastraba todo ese tedio hacia un cadalso lunático, mi vida se puso de pie para recibir ésa extraordinaria noticia que de boca en boca recorre el Universo; ésa gran razón por la cual decidimos traspasar el umbral divino y nacer: el amor.
Silvia me rescató cuando el año aún es joven; era rubia, de rasgos finos y mirada pacífica. De una ternura casi pueril, su voz y sus silencios pertenecían al rumor de los acantilados.
Nos gustaba caminar los días en que el viento, de mal carácter, nos vedaba el paseo sólo porque interrumpíamos sus ráfagas con nuestros besos. Nos tatuamos el alma con la misma tinta que usan sabios y poetas en sus artes y por supuesto, nos juramos amor eterno...
Siete años tardó mi estupidez en arruinarlo todo: mi imbecilidad la provocó hasta el abandono. Nos habíamos amado tan dolorosamente que luego de presenciar su irremediable ausencia, volví al fango escéptico a mirar desde allí mi vida, de la misma forma en que un ateo disfrutaría de un acto de magia.
Recuerdo que Dante al quedarse sin Beatriz halló consolación en la "donna gentil": la filosofía; yo, inmensamente menos noble en mi actitud, me dediqué al estudio de la fisonomía femenina, recorriendo ésa clase de bares que existen en todas partes. Encontré un rápido reparo en los brazos de Laura, un ángel de rasgos aindiados y ondulado castaño claro. Era cinco o seis años menor que yo. Sostuvimos desde el primer momento un acuerdo implícito que vedaba las preguntas sobre sendos pasados; ya por improbable, ya por no importar... Sólo conjugábamos el presente perfecto.
A veces, después del propicio cruce de nuestros cuerpos, me dejaba asomar a su mundo a través de sus inacabables ojos; ella pensaba que todos, sin excepción, en algún momento de nuestras vidas, en algún sentido nos prostituíamos o manteníamos una estrecha relación con dicho arte; no necesariamente de forma carnal, no en el sentido taxativo: una jueza corrupta no es una prostituta, pero sostiene un parentesco directo... Así, me fue convirtiendo en un habitué de sus caricias y en cada noche al azar que la visité, pareció estar esperándome.

La salud de papá empeoró y me tuve que ocupar de las gestas milagrosas de la cocina en "La Puerta del Sol"; había días en las que apenas si podía levantarse de la cama. Yo escuché pacientemente los  diagnósticos de los médicos, pero las verdaderas dolencias que afligían a  mi padre, las conocía yo únicamente: él no pudo superar nunca la tragedia que nos dejó sin mamá y la pequeña Vera; la pena provocó un tumor culposo en su alma y su conciencia; luego, no supo hallar jamás un lugar en ésta ciudad: Buenos Aires le fue insondable desde un principio y obstinadamente indiferente, lo que laceró como una úlcera, su espíritu provinciano.
Finalmente, una mujer que había despertado un poco de amor en él, lo abandonó a causa de sus estrechas relaciones con la bebida, perpetrando en su corazón una cirrosis terminal.
     Una tarde de Junio, Dios decidió que había llegado el momento de darle a conocer a mi papá El Gran Secreto; entonces, no hubo ya más misterios para él y yo, me quedé solo. Solo como no había estado nunca ni me había sentido jamás; solo en la pobreza cosmopolita de las calles de una ciudad  malhablada; interrumpiendo la  incoherencia de sus esquinas; solo en la insolente soledad de mis silencios.

Fueron aquellos días, ecos de asombros y preguntas; me asomé a algunos libros en los que descubrí el tiempo circular, y que  me dejaron  en la puerta de unas vagas reflexiones: Si toda vida es, singularmente un viaje, todo debe tener su conclusión de manera natural y en el origen mismo del vertiginoso periplo; desatendiendo cualquier capricho temporal. Nada debe quedar abierto ni librado al azar, pues éste es a su vez esquivo y propende a que el hombre equivoque su sino... Todo esto albergó la idea de volver a Palo Santo a cerrar el círculo que había empezado (supuestamente) a dibujarse el día de la partida.
Cierta noche, que no me hará el favor de borrarse mientras viva, juzgué impostergable la compañía de Laura, mi amante filosófica; así que me encaminé  hacia "El Refugio" (así habían acertado en nombrar al lugar).
"- No trabaja más acá -" me dijeron al llegar, y me invadió la misma sensación que se tiene al terminar un buen libro. Para mi suerte, una leal compañera se acercó y en voz muy baja  me dijo:
"- Laura se abrió su propio local, acá tenés -" y me extendió un papel con una dirección. Tomé unas copas con ella y me fui.
Provocado por la calidez de la noche, decidí ir caminando. Laura me recibió en un segundo piso; sirvió whisky y café. Bruscamente le referí lo ocurrido con mi papá y, lejos de molestarse, dijo en complicidad:
"- Cuando era muy chica, mi papá nos abandonó...-". Me acomodé en el sillón vislumbrando la revelación de un secreto. Continuó así:
"- Mi mamá no pudo con el alquiler y nos tuvimos que quedar en la casa de un tío que resultó ser un verdadero hijo de puta.  Al poco tiempo de vivir en su casa, empezó a abusar de mí; mamá no quiso oírme y descreyó absolutamente de todo. Mi tío era policía… o algo así, por lo que todos lo respetaban o le temían".
Laura suspiró,  tomó de un sólo trago lo que quedaba de whisky y luego con ambas manos en el vaso, alzó la mirada y  sentenció:
"- Una noche, la casa se incendió -". Empalidecí. "Mamá y el tío murieron en el fuego y en la misma habitación, lo que confirmó mis sospechas de que eran amantes. Yo pude escapar y me quedé en lo de una vecina que me dijo que era mejor que me creyeran muerta a mí también, de lo contrario me mandarían a un asilo de menores. Obviamente nunca encontraron mi cuerpo, pero era un pueblo en el que nadie anda haciendo demasiadas preguntas".
Teniendo el estómago a veinte centímetros de la glotis, sentí la urgencia de irme. Pero antes, presencié el final:
-Cuando cumplí los diez años, María mi vecina, me envió a una quinta en las afueras; allí crecí junto con otras chicas de mi edad. Recibí poca o ninguna educación y si bien no fui feliz,  al menos ya nadie volvió a abusar de mí. Cuando terminé de crecer, me adiestraron para ofrecer lo que hoy ofrezco… No tuve niñez ni santidad, y alguien ahora se está quedando con mi libertad”.
No recuerdo haber bajado las escaleras y creo que me fui sin saludar. Aquel pacto sobre silencios de pasados había quedado disuelto como el azúcar en el café, o el bermellón de un cielo después de una tormenta. Afuera, una llovizna fue devolviéndome uno a uno los sentidos; dos cuadras adelante, un árbol me maldijo por el vómito. Aun tenso pero calmo, visité en ésa cárcel accidental que es la memoria, cada palabra pronunciada en la horrorosa noche: sentí una repulsión feroz por el tío Osvaldo, y una inmensa pena por Laura y la pequeña Vera. Para ellas tampoco fue una opción irse de Palo Santo.
No era casual entonces que nos hallásemos encontrado pero ¿por qué bajo éstas formas y éstos tratos? ¿Qué clase de oprobioso fin nos tenía reservado el caprichoso círculo? Supuse que las respuestas las hallaría una vez bajo tierra.
 Anduve con el pulso errante entre las últimas sombras que sortea la noche y las primeras que regala la alborada. Finalmente, desfallecí en un banco de Plaza Irlanda; recuerdo que mi último pensamiento (o quizás el primer sueño) fue el de ir a Palo Santo a cerrar el inefable círculo.
Cuando desperté, me hallé envuelto en una fiebre, dos días después de haber cerrado el aserradero.





LA PASION DE LUCIO


No pocos creen que la belleza de una mujer, en su expresión más alta, en su conjugación más sublime, no es otra cosa que voluntad demoníaca; ya que su alma, según dicen, es concebida en las escarpadas gargantas de los avernos.
No se si esto es del todo falso, pero la razón de un hombre puede fácilmente extraviarse y aún condenarse, en los laberínticos encantos de éstos admirables seres.
Vale decir, que nos obligan mediante tilinguerías diabólicas a transitar caminos abominables en pos de una perversa veneración; esta perdición a la que es sometido el endeble espíritu masculino, es de una irreversibilidad tan maligna como notable.
 Harto sutil y complejo es este  tema, soy conciente, pero el asunto al que  concierne referirme no es éste precisamente, del cual el ávido lector podrá obtener  información infinitamente más precisa, en las acabadas páginas escritas por Alejandro Dolina.
Lucio Guimarey se enamoró de Adriana Belvedere desde el primer día del bachillerato que ambos comenzaron a cursar en el Justo José De Urquiza. A la quimera romántica de Lucio no le faltaba justicia: Adriana Belvedere era una petisa arrolladora de ojos almendrados; pero para Lucio era más. Peligrosamente más. Orillaba la divinidad, podría decirse.
A veces, ojeando manuales de Historia o Geografía, señalaba la estatua de alguna divinidad egipcia, o una puesta de sol vista desde una playa mediterránea y objetaba: “Ves, ni siquiera están cerca de la hermosura de Adriana…”
Tales objeciones prologaron cinco años de profuso amor y de locuras llevadas hasta lo impensado.
Lucio Guimarey comenzó la enajenada travesía de la conquista, jugando a ser el admirador secreto de Adriana Belvedere; dejaba versos usurpados a Shakespeare y Girondo entre las hojas de la carpeta de Educación Cívica, flores secas señalando una poesía en el libro de Literatura y poemas truncos escritos en el pizarrón, que eran rápidamente borrados por la profesora de Matemáticas. Cerca de fin de año rebautizó el célebre salón de actos con el nombre de su amada.
Claro está que todas estas loables supercherías románticas hubiesen sido de difícil ejecución, si no imposible, de no haber contado (especialmente en los recreos) con la disparatada complicidad de Guillermo García, mentor de muchas de las gestas y amigo fiel.

Ahora bien, un muchacho de rasgos finos y atractivos, juzgaría innecesarios todos estos esfuerzos; de lo cual deducimos que describir la apariencia de Lucio con sinceridad, nos haría intolerablemente crueles: caminaba encorvado ligeramente hacia atrás, doblando exageradamente las rodillas, y su paso era lento pero también inseguro. Podía adivinarse por su tono de voz cierta ineficacia general, y su dicción adolecía de una nerviosa cacofonía. Tampoco era simpático. Su madre había muerto al alumbrarlo (al dar a luz, quiero decir) y su padre unos años después en un accidente; hijo único, quedó confinado a los azares educacionales de una tía abuela que no lo maleducó.

Adriana se dijo estar viviendo en un hermoso cuento y sospechaba de todos los varones del curso…menos de él: Lucio pasó de ser anónimo a ser ignorado, por lo que barrunto que  todo tendría un desenlace indeseado.
En la fiesta de fin de curso se declaró ante la espantada muchacha como autor material de las arcanas ofrendas a la que su amor lo había sometido  como un  narcótico. Lo que obtuvo fue un quirúrgico rechazo. Esa noche Lucio lloró a escondidas y  en minucioso silencio. También le apostó al destino que ésa chica algún día, se casaría con él.
Pasó unas insulsas vacaciones y comenzó el segundo año del bachillerato, soportando con estoicismo la indiferencia de Adriana, y las copiosas burlas del curso entero. En  tercer año, se convirtió en héroe.
Representó al colegio en un concurso televisivo ejecutando una pieza clásica con verdadera maestría en la guitarra (lo hacía desde los seis años). Valiéndose con un  primer puesto unánime, en el momento en el que le entregaban el premio (una semana en Mar Del Plata para todo el curso) dijo las previsibles palabras: “Adriana, esto lo hice únicamente por vos”. Esto motivó aplausos, ovaciones, lágrimas, expresiones de orgullo, desmayos, fluctuaciones, etcétera. A Adriana no le movió un pelo.
 En cuarto año, Lucio acudió a las artes mágicas; siempre secundado por Guillermo García, fatigaron polvorientos sucuchos de mala hechicería donde adquirieron a un precio razonable, brebajes de vana intimidación. Arriesgaron sus vidas en insondables conventillos en busca del elixir oportuno y se codearon con  brujas, maestros espirituales indocumentados, manosantas aún no recibidos, profetas de barro y otros igualmente ilustres propagadores de la mentira que subyuga a los imbéciles y débiles de espíritu.
   Los resultados fueron los previsibles: puntuales casos de severa idiotez, conocen invariablemente la nulidad y el fracaso. Por ésa razón (o tal vez por otra) Guillermo García dejó penetrar un haz de lucidez en su cabeza, y tuvo la tardía pero brillante idea de convencer a Lucio de que Adriana no era definitivamente una chica para él; sin circunloquios, no ahorró palabras crueles y fue preciso y riguroso en la evocación de jornadas bochornosas que los tuvieron como protagonistas. Tampoco faltaron las lánguidas comparaciones como las relacionadas con el agua y el aceite.
La contundencia no fue absoluta; Lucio Guimarey dejó de perseguir por un tiempo a Adriana Belvedere, pero no claudicó.
A fines del quinto año, al darse cuenta de la vacuidad a la que sometería su existencia el ya no volver a verla una vez terminado el bachillerato, lo aterrorizó. ¿Cómo diablos podría asomarse a un mundo sin ella? Fue entonces que una idea le atravesó la médula: un pacto con el que rige y modera las tinieblas. El emprendimiento sería, decididamente, el más arriesgado de todos; acaso el más genial, aunque no podría precisarse que fuese el último.
 No menos ortodoxa que improbable fue la noción que Guillermo García adquirió a cerca del satánico rito, que exigía tener una higuera como escenario; el interesado devenido en réprobo, debía pararse debajo de ésta un veinticuatro de Diciembre a la medianoche exacta, completamente desnudo. Entonces, desde las entrañas de la tierra donde el fuego nunca cesa, surgiría el que posee tantos nombres como Dios, dispuesto a agenciarse un alma. El escalofriante rito era estrictamente infalible, realmente no fallaba jamás. Esto, lejos de acobardar a Lucio, lo esperanzaba.
Guillermo también se encargó de arreglar que su amigo pasara la Nochebuena junto a su familia en la casa de unos tíos en Burzaco, que contaba con la vecindad  de Don Severo a tres casas contiguas. Esta vivienda licenciaba en sus fondos una  higuera perfecta.
Don Severo era un hombre entrado en años que, luego de morir su esposa, visitaba a su hermano para las fiestas; ergo, su conveniente ausencia colaboraba involuntariamente en el infausto plan.
Sólo un detalle faltaba conciliar: Lucio debía encontrarse con Adriana después de las fiestas bajo cualquier pretexto. La profesora Maltesse se encargó de ese detalle: a fines de Diciembre, ambos rendirían su cátedra: Derecho Usual. La “Pirucha” Maltesse nunca acabó de entender cómo el Sr. Guimarey, ostentando dos diez en los trimestres anteriores, había caído en la desgracia de cerrar el año con un cero. (Las derrotas, a veces, no son tan fáciles de explicar).
Ahorra arribo a lo más increíble del relato, en el que atenuaré o acentuaré algunos detalles que  mi voluntad, ya por capricho o por mi memoria permeable a la imprecisión, dictará para que la inverosimilitud sea tolerable.
El veinticuatro de Diciembre, Lucio se confundió entre los García, que se turnaban eufóricos para contarle las travesuras de hasta hace poco de Guillermito.
A las once y media el corazón comenzó a golpearle impaciente el pecho; adujo una urgencia estomacal y rumbo al baño, se desvió hacia los fondos. De esta manera, el por qué de su ausencia durante el brindis ya estaba cubierto.
La noche era cálida, profunda, sin estrellas; una Luna Nueva protagonizaba sin escándalo, el silencio de un cielo alto. A través de un paredón, la torpe humanidad de Lucio se halló al fin en el fondo de la casa Don Severo faltando diez minutos para las doce. Se arrojó sin la suerte de los gatos y al caer, un enano de yeso le hizo perder el equilibrio y fue a dar aparatosamente sobre unas chapas causando un estrépito que, de no haber sido por los estruendos pirotécnicos, hubiera despertado a toda la manzana.
Se rehizo en lo inmediato y una vez ante la higuera, se desnudó; al sacarse por último el reloj, advirtió que faltaba un minuto. Entonces, todo le pareció irreal, intemporal, como en los sueños. Oyó en su cabeza las palabras de Guillermo García: “… el ritual nunca falla…”.
No hubo una sola noche en la que no se haya imaginado precisamente, el instante que estaba  viviendo; pero en aquellas antesalas donde la vigilia cesa, el sueño bajaba el telón y corría un velo de incertidumbre sobre el trato… Si bien no había bosquejado su petitorio, llegado el momento no dudaría de sus palabras; era una operación simple: un alma que no usaba por el amor eterno de una mujer.
En éstos parajes oníricos estaba sumido Lucio, cuando una luz enceguecedora reverberó en su frente: “Es un ángel que Dios me envía para retractarme de éste acto…”, pensó en un principio, idea que fue desestimada inmediatamente al ver a Don Severo avanzando hacia él, con una escopeta apuntándole a la cabeza. El anciano, al tiempo que  descargaba una caterva de insultos, instaba al consternado Lucio a permanecer con las manos en alto a la espera de la policía. Cuando éstos arribaron, el cuadro melodramático fue perfecto. Lo hicieron vestir y sin dejarlo hablar (nada tampoco hubiese podido pronunciar), se lo llevaron entre los muchos curiosos que se habían agolpado frente a la casa de Don Severo, entre los que por supuesto, se encontraban  atónitos los García.
Ya en la comisaría, lo confinaron a la humedad de un calabozo, y lo incomunicaron del Universo a la espera del Comisario que se encargaría personalmente del caso. Y había una razón muy especial que hacía que el hombre de mayor autoridad en Burzaco se allegara: desde hacía unas semanas, un extraño de rasgos adolescentes había estado  incomodando a las muy bonitas muchachas del pueblo, causando no tanto pavor como revuelo.
Sólo el lector, junto a Guillermo García y a quien esto escribe, podemos dar fe de la imposibilidad de que Lucio fuera tal agresor (aunque acaso arribemos a ésta convicción más por una cuestión de ineptitud, que por un impedimento físico-temporal). Pero no así lo creyó el pueblo, y hacia la madrugada se autoconvocó en las puertas de la comisaría, ansiando hacer justicia mediante desusados métodos tales como la lapidación.
Don Severo explicó que a causa del fallecimiento de su hermano ocurrido un mes atrás, se había visto obligado a quedar en casa, y que cuando se disponía a dormir,  un ruido de chapas lo sobresaltó.
En tanto Lucio en su desarraigo, desestimó la visita de la reflexión y no se arrepintió ni un centímetro de la trunca gesta navideña. No le importaba el pueblo enardecido allá afuera, ni la inminencia de la cárcel; tampoco lo que dirían los García ni lo que pensaran sus tías y abuelas. Importaba Adriana; y si había un momento en el que no había que entregarse, era éste precisamente, y en su boca se dibujaba una mueca histriónica.
A los dos días, el Comisario (que realmente se había ocupado con celeridad del tragicómico asunto) consideró insuficientes las atestiguaciones y descartó el robo, así es que se propuso escuchar de los propios labios del exhibicionista, una declaración fehaciente de lo que realmente había ocurrido aquella noche.
Para esto confiaba en la contundencia de su robustez y de su voz, atributos que sumados a una recta práctica del deber y la justicia, le habían hecho ganar el respeto y la confianza de la gente; no su miedo. No había hombre ni mujer en Burzaco que hablara mal del Comisario.
Una vez completamente solos en su oficina, Lucio comenzó a contar la historia innecesariamente desde su principio; empujado por el hastío, el Comisario fue concretamente a la razón de su desnudez al pie de la higuera; cuando la oyó, río de tal manera que Lucio alcanzó a verle las muelas.
Cuando controló las carcajadas, preguntó el nombre de la muchacha que había generado tal hidalguía y anotó datos y detalles, con el fin de corroborar la versión.
 Finalmente, la declaración de Guillermo García colaboró en la decisión del Comisario de liberar a Lucio, a quien antes sometió bajo pretextos burocráticos a firmar unas formas  que hacían referencia a los correctos tratos que el señor Guimarey había recibido durante su corta estadía; papelería que éste apenas leyó. Cuando terminó de firmar, tuvieron la siguiente conversación:
- No se preocupe señor Comisario- dijo Lucio con voz resuelta- jamás volverá a verme por…
- No pibe, te equivocás- interrumpió el intachable hombre de la ley- sí te voy a volver a ver, te lo aseguro y serán otras las circunstancias; muy otras: serán las de tu muerte.
Lo que sonó como un epitafio, abrió un breve silencio. Luego continuó:
    - Voy a explicarte: vos me citaste en una higuera, pero yo juzgué más convencional ésta oficina para concretar el pacto que, dicho sea de paso, se encuentra entre ésos papeles que acabás de firmar; y no preguntes por la sangre que habrás oído hablar usarse en éstos casos, ni por los cuernos o la cola o el olor a azufre…son todas boberías. Y es mas, voy a darte un consejo: tené cuidado en el futuro con lo que firmás, hay muchos estafadores hoy en día en el mundo, y podés  meterte en problemas. Ahora andá nomás, que ésa muchacha te esta esperando en la puerta de ésta comisaría para amarte hasta el fin de tus días, en los que  estaré presente para llevarme lo que ya me pertenece.
Dichas palabras desataron en Lucio sentimientos antagónicos, porque mientras por un lado había obtenido en pocos minutos lo que no pudo en cinco años, algo lo entristecía; y no era precisamente el arrepentimiento. Se debía a un aquelarre de pensamientos religiosos que le habían inculcado durante su niñez, y que ahora se disputaban su corazón y su conciencia. Pero los brazos de Adriana Belvedere iban a disipar contundentemente, ésa tormenta  de vacilaciones.
Antes de retirarse, con la mano ya puesta en el picaporte de la puerta entreabierta, Lucio preguntó sin darse vuelta:
- ¿Ella también arderá junto a mi en el infierno?
- No –fue la respuesta que obtuvo –quedate tranquilo que sólo vos vas a arder. Buenas tardes.
Adriana le contó al mundo cómo mágicamente se había enamorado de Lucio al enterarse a través de Guillermo García (como no podría ser de otra manera), de las tribulaciones a las que se había sometido al intentar vender el alma por su amor; hecho que si bien finalmente ocurrió, nadie lo supo.

Lucio Guimarey y Adriana Belvedere se casaron un viernes, tuvieron hermosos hijos y una vida intensa y feliz. Hasta aquí el relato para los que gustan de finales ideales; para los que no, debo decir que un extraño accidente automovilístico, se cobró la vida de Lucio cuando estaba por cumplir los cuarenta y dos años y que a partir de entonces, Adriana llevó un luto de por vida y no volvió a estar nunca más con un hombre.
 Y tal vez sea éste preciso acto de fidelidad, de celibato incondicional, el rasgo más notable de toda la historia, ya que nos muestra la inequívoca señal de haberse tratado todo de una romántica obra demoníaca hermosamente trágica.  



                                                                                                                              Fin.










  

ELVIRA VA A ARRUINARTE


Todo empezó allá por el 58. Era verano. Luciano y yo estábamos sentados en un banco de Plaza Flores, sin pensamiento y casi sin sabernos uno al lado del otro (como dos buenos amigos), cuando vimos a un hombre de una aseada pobreza aproximarse con paso decidido. Tendría unos setenta años.
Al pasar frente a nosotros aminoró el paso, nos miró fijamente y dejó caer un billete de dos pesos. Sensibles a esto intentamos advertir al viejo de su distracción, pero éste apuró el paso y se alejó presuroso por Fray Cayetano hacia el paso a nivel. 
Algo perplejos por lo risueño de la escena, nos dirigimos a un almacén a dilapidar nuestra amena fortuna; pero el almacenero nos devolvió el billete aduciendo que éstos no se aceptaban si estaban escritos. Efectivamente, al mirarlo bien notamos una terrible inscripción:

ELVIRA VA A ARRUINARTE

Luciano, mucho más sensible que yo, creyó advertir una singular advertencia hacia su persona, según me confesó. Esa noche soñó con el viejo, y su rostro que se nos había desdibujado, esta vez, le resultó familiar. Escalofriantemente familiar.
Mi amigo era uno de los mejores promedios del colegio; solo su pánico escénico le vedaba el podio de los abanderados (en más de una ocasión lo he visto ir a menos en los exámenes).
Poseía además una zurda algebraica con la que solía describir parábolas infinitesimales en los ángulos de los arcos contrarios. Un día, Atlanta lo vio y ya no lo contamos más en los picados.
Las aulas y los potreros son, nadie lo ignora, entidades antagónicas: según la filosofía que sostienen en algunos barrios, quien tenga un diez en Matemáticas difícilmente ostente el mismo número en una camiseta. Sin embargo, ésta regla irrefutable aunque insuficiente, ejerce también sus excepciones; y Luciano era, a no dudarlo, una de ellas.
Para estos géneros excepcionales la vida les reserva la felicidad de un próspero futuro. Solo el amor de una mala mujer puede torcer ese destino de manera irremediable. Y Luciano tenía una terrible falencia: las mujeres lo intimidaban y provocaban la debacle de su carácter.
Cierta vez en un baile, consumí la noche entera tratando de convencerlo de que las miradas de dos morochas paradas en un rincón del salón, habían desbordado la insinuación, templando la inminencia de un montaraz abordaje. Tras agotar pronósticos de rechazos y presagios de indiferencia, arrastré a Luciano ante esos dos ángeles de tez cristalina y una vez ante ellas, profeticé que la brújula de nuestros corazones indicaba que ésa misma noche habríamos de encontrar el norte en el océano de sus ojos. Las súbitas y tímidas sonrisas me alentaron a preguntarles los nombres,  entonces la menos hermosa dijo:
- Yo soy Carla y ella mi hermana Elvira.
Al oír el último nombre pronunciado, Luciano cogió de la mano a Carla y la llevó casi flameando hacia la pista de baile. Yo no salía de mi asombro: jamás pensé que Luciano podría actuar así con una chica.
Inevitablemente quedamos Elvira y yo cara a cara y entonces, con un ademán del siglo XVI, la invité a que siguiéramos los pasos de la emocionada pareja.  
Lo único que puedo agregar de aquélla velada es que la alborada me sorprendió rozando los labios de Elvira, y anhelando que Luciano estuviese en una situación similar.
Por aquellos días, nuestras carreras universitarias (Arquitectura él, Letras yo) se devoraban nuestro tiempo, y nos veíamos realmente muy poco; pero después de aquella noche nuestros encuentros fueron nulos. Todo lo que sabía de él lo hacía a través de su madre, que se sentía desconcertada por el comportamiento de su hijo a partir de su noviazgo con Carla. Por ejemplo, no se explicaba cómo había abandonado el fútbol:
- Justo cuando se lo querían llevar de Independiente- renegaba su padre. (En mi opinión, el hecho de privar a un padre ver convertirse a su hijo en un Crack, merece un lugar entre los nueve círculos dantescos. Y no menos).
Esa fue la primera influencia nefasta de Carla sobre Luciano; pero jamás se lo hice saber.
El día que me trajo la invitación para su casamiento, me contó con alguna opacidad en su voz del imprevisto embarazo, del abandono de Arquitectura y de que el lunes empezaba a trabajar en la oscura ferretería de su suegro.
Dios sabe por qué hace las cosas, y en ciertas oportunidades nos permite acercarnos a la comprensión de sus cifrados hechos (nunca a su Divino y Misterioso Obrar). Tales fueron mis reflexiones al enterarme de la pérdida del embarazo de Carla; para lo que vino después, no hallé consolación: a los  pocos años de matrimonio, tras confirmar una sospecha de infidelidad, Luciano esperó a Carla en su casa y sin medir palabra, la mató.
Ante el juez no mostró culpa ni arrepentimiento: alegó que el amor que lo unía a su esposa le vedó otros caminos, y que el perdón es un asunto que debe tratarse con Dios únicamente, por lo que había propiciado el encuentro entre ambos…
Me pidió que jamás lo visitase en su encierro, lo que consentí con aflicción; lo mismo le exigió a su madre. Su padre fue el único que me tuvo al tanto de su decadencia; cuando éste buen hombre murió, Luciano se transformó en un paria. (Aunque creo que todos, de alguna rendida manera lo somos).

Muchos de nosotros permitimos con abnegada indulgencia, que se haga de noche en nuestras vidas y que la penumbra nos gane el alma. Nos place quedar a oscuras tanteando las figuras ausentes lejos del velador, o reconstruyendo las últimas imágenes de un amor. Y tal vez lo hacemos porque no nos damos cuenta que al fin, nosotros también nos hemos quedado ciegos.
Y le tememos al mar y nadamos cerca de la orilla. Pero sabemos que se acerca el momento en el que una ola nos tapará para siempre y se  llevará hacia la costa de los olvidos, nuestros mejores recuerdos.
Para aquéllos desatentos a estas sensibles cursilerías literarias, simplemente diré que he envejecido.
Hoy tengo setenta y cuatro años y he relatado hechos que inevitablemente han corrido el albur de distraerse en tintes sofísticos; tales son las consabidas licencias de una memoria permeable.
Ahora bien, no hubiese contado nada de esto a no ser por el hecho de tener hoy en frente, una carta de Luciano. La recibí hace dos semanas y describe, desde una pensión de Balvanera, con la lenta caligrafía de la que adolecen los que ya no esperan nada, los días que le tocó vivir en oscuridad y silencio; del insípido remordimiento que lo visitó algunas noches dilatándolas vanamente, porque el tiempo pierde el sentido de variar.
Adivinó que la soledad nunca es una sola y que el recuerdo, lejos de acompañar, recrudece. Sospechó tras oscuras cavilaciones que si bien Dios existe, es la Nada…
Recorrió los serenos pasillos en los que deambula la memoria y abrió puertas que nunca debió. Se preguntó cuántas casas de la ciudad acatarían hoy el capricho de sus diseños; y maldijo su incapacidad anticonceptiva y la oscura ferretería de su suegro.
También se preguntó cuánta gente hubiera sentido esa felicidad repentina que se da en las canchas, cuando una pelota arrulla en la red, de no haber acatado el capricho herético de dejar el fútbol. Finalmente maldijo a Carla y el día en que la conoció, y creo estar seguro que su maldición también me alcanzó.
Copio textualmente el final de la carta:
Antes de despedirme quiero que conozcas la razón que justifica los días que estoy viviendo: Una mañana me levanté, y el espejo me devolvió la imagen de aquél viejo, no se si te acordarás, que dejó caer un billete de dos pesos que no servía porque estaba escrito. Fue en Plaza Flores. ¿Te acordás lo que decía ése billete? Si, como no te vas a acordar. Bueno, esa advertencia estaba mal, era errónea, así que yo la voy a enmendar. Tengo un plan”.
Dicen que fatigó sus últimos días buscándose en un banco de la plaza intemporal y que finalmente se halló una tarde, solo y abstraído. Para enmendar la terrible injusticia cósmica, actuó de idéntica manera: dejó caer un billete en el suelo y se perdió presuroso hacia el fatídico paso a nivel de Fray  Cayetano.
En el mismo instante en que el tren frenaba inútilmente, el otro Luciano, el pequeño, él mismo, abría el billete y leía:

LA HERMANA TAMBIÉN


                                                                                                    FIN




PRÓLOGO


El lector, no tardará en advertir que los ejercicios narrativos llevados a cabo no fueron concebidos por un hombre de casta intelectual, sino más bien por alguien de cultura sencilla y limitada lectura. Sin embargo, no menos que procurar la simplicidad en los relatos, ha tratado de ejercer con incierta suerte, una modesta complejidad, en la que algunas adjetivaciones y metáforas consentirán el aturdimiento antes que el desagrado.
Son las sensibles inconstancias de un espíritu que mantiene con estoicismo antes que con dignidad, una constante disputa con el ansia y la desesperación.
Algunos sinónimos exagerados y una retórica dudosa, definen éste glosario de imperfecciones que no encierra otro propósito que el de entretener, desistiendo así de pertenecer a un Universo literario que claramente lo supera, pero abordando la fantástica realidad de ensueños en el que nada lo es y en el que nada hay que no lo sea.                                           

                                                        Daniel Alberto Coletta