El Viaje de Julio
Pontoriero
Un lunes de Abril de año dos mil siete, se desató
el horror en la Universidad Tecnológica de Norris Hall: un
estudiante de veintitrés años llamado Cho Seung Hui, masacró a
treinta y dos personas y se suicidó. Varios de los estudiantes
sobrevivientes describieron cómo Liviu Librescu, un profesor de
setenta y seis años, usó su cuerpo para bloquear una puerta frente
a Cho para que ellos pudieran escapar de la clase saltando desde una
ventana en un segundo piso.
Librescu murió acribillado.
Si Dios me diera la oportunidad de elegir las
circunstancias de mi muerte –anhelaba
Julio Argentino Pontoriero desde una cama del hospital Piñero-
me gustaría que sean ésas…como un héroe.
Él también era profesor, tenía cincuenta y dos
años y la vida lo había hecho enviudar en tres oportunidades
(perder una esposa puede ser una desgracia; perder tres, ya parece
ser un descuido). No tenía hijos y detestaba la paternidad
Su hermana era la única pariente, a la que sólo
veía en las fechas de cumpleaños y durante las fiestas,
oportunidad que ambos festejaban en una quinta en la localidad de
Jáuregui.
Su padre había muerto a causa de la rotura de un
aneurisma y su madre de una septicemia; ambos en el hospital. Hoy,
insospechadamente, su mismo escenario representaba un posible y
análogo destino…
Desde hacía unos años, Julio sufría unos fuertes
dolores de cabeza, que se habían acrecentado en los últimos
tiempos. Una noche se extendieron insoportablemente hasta la
madrugada, y un taxi lo dejó en la guardia del hospital Piñero.
El mapa de su cerebro declaró la presencia de un
tumor que requería una intervención quirúrgica urgente.
Prescindiendo de eufemismos, los médicos le hicieron
saber los verdaderos riesgos a los que estaba expuesto, y si bien en
Julio no había lugar para la esperanza, tampoco permitió que el
temor tuviese algún espacio.
Ya en la sala de operaciones, dejó errar su mirada
sobre la doliente blancura de las paredes y tuvo algunas reflexiones
asombrosamente lúcidas:
La principal causa de la mezquindad de su presente,
no era otra sino el escaso esfuerzo por ser feliz. Tras la muerte de
su tercera esposa se había refugiado en los umbrales de un
romántico ascetismo.
En su sonambulismo docente abrigaba la esperanza de
protagonizar un acto de heroísmo, emulando alguno histórico o
literario.
Desde un ángulo superior del quirófano, una visión
extracorpórea le permitió ver las ruinas del hombre que ansiaba
aquélla suerte de Librescu, pero que nunca se había atrevido a nada
en la vida, sometiendo sus días a la vacuidad del que renuncia
exánime y erra por las aciagas cornisas de la locura.
Cuando entraron los cirujanos, comprendió que la
visión era un símbolo: debía morir un hombre para que naciera
otro, y confiaba en que la vida le diera una oportunidad; por primera
vez, la fe lo visitaba.
La oportunidad la aprovecharía desde el momento en
que su salud le permitiera ir a la quinta de Jáuregui a planear su
nueva vida. Primero, procuraría el amor de una mujer y tal vez
adoptaría un hijo; luego se acercaría a los viejos amigos, a los
nuevos alumnos… Se haría de un unicornio como mascota, aunque
tenga que ingeniárselas para limarle el peligroso cuerno saliente de
entre sus ojos y tratar de disimular los lunares violáceos del lomo
(éstos últimos pensamientos ya estaban evidentemente en las
jurisdicciones de la anestesia).
Lo mejor hubiese sido cortar el relato en éste
punto, dejando entrever que felizmente dicho cambio se producía,
para luego sugerir, no sin alguna violencia, la estupidez de que
todos podemos cambiar hasta en el último momento de nuestras vidas.
Pero lo que en verdad ocurrió fue mucho más apoteósico y merece al
menos alguna atención; lo cual no significa que pueda llegar a
conmover.
Tres días después, de acuerdo a lo íntimamente
pactado en la sala de operaciones, atildado en un espléndido traje
azul, con una breve valija a cuadros en su mano derecha, Julio
Pontoriero se trepaba a uno de esos vagones que tienen los asientos
enfrentados, de un tren que llevaba con destino final Mercedes; lo
dejaría en “La Chapiru”, la
quinta en Jáuregui. Telefoneó a la casa de su hermana para avisarle
de todo lo ocurrido en los últimos días, pero no la encontró. Al
llamar a su trabajo, le informaron sin amabilidad de una licencia que
había solicitado, por lo que dedujo que la encontraría en la
quinta.
Julio había escogido las reliquias de la tarde para
viajar; acaso porque le permitía gozar del cobijo anónimo de la
oscuridad en su arribo; acaso porque anhelaba ver el oeste
desangrarse en colores misceláneos.
Trató de recordar al poeta que había escrito que el
oeste es “el callejón final con su
poniente. Inauguración de la pampa. Inauguración de la muerte”.
Se sentía animado y de buen humor.
Cuando el tren arrancó notó que el solitario vagón se había
poblado con impertinencia. Miró a la gente: en cada una percibió la
indiferencia. No saben - se
decía- no pueden saber por lo que he
pasado. Y simplemente se dejó viajar.
Intentó ordenar sus pensamientos y prioridades,
designios que postergó; prefirió leer el diario. Se detuvo en la
foto de una niña de once años que había desaparecido en Quilmes
hacía unos días, y recordó el heroico acto de un vecino que había
logrado rescatar de una casa en llamas, a una niña de la misma edad.
El arrullo mecánico del vaivén del tren lo
encomendó a las bondades de un sueño liviano. Lo regresó a la
vigilia el enérgico reproche de un padre hacia su hijo mientras se
sentaban justo frente a él.
Julio notó con alguna molestia, la manera en que el
padre, en postrimerías del invierno, había abrigado excesivamente
al pequeño: un gorro negro de lana y una bufanda también negra, que
sólo dejaba espacio para una azul letanía de unos ojos mínimos.
Tal vez esa molestia se debía al verse reflejado en el niño, pues
él también a esa edad tuvo que soportar idénticas costumbres por
parte de su madre.
Cuando el tren dejó atrás la estación Lezica y
Torrezuri, Julio regresó a la frágil somnolencia. Al llegar a
Lujan, el alboroto de la gente descendiendo lo despertó, condición
que decidió conservar pues la próxima parada era la suya. En
realidad, bajar en Jáuregui o una estación después resultaba lo
mismo: “La Chapiru” equidistaba
de ambas estaciones.
Se rehizo en el asiento y observó con serena
satisfacción, la forma en que el vagón, valiéndose de lentos
recursos, había recuperado esa armonía con la que había partido.
La noche aportó el concilio de luces y de sombras y el paisaje
entero logró ponerse nuevamente en movimiento.
De pronto, el estupor ganó el alma de Julio
Pontoriero: despojado del gorro de lana y la bufanda, la cara del
niño sentado frente a él resultó ser el de una niña. ¡La niña
extraviada en Quilmes cuya foto había visto en el diario! Quiso
cerciorarse y volvió precipitadamente a dicha página. Ahora dudaba;
y es que el presente feliz que había captado la cámara en aquél
momento (lucía una amplia sonrisa acaramelada), se contraponía al
triste presente que sosegaba su viaje.
Julio cruzó unas miradas con el supuesto padre en
quien siquiera había reparado; la vileza que le devolvieron sus ojos
lo convenció de la imposibilidad de cualquier parentesco con la
niña; evidentemente, estaba siendo secuestrada.
Fue entonces cuando el héroe que habitaba en las
entrañas del profesor, sintió que su oportunidad había llegado.
El tren redujo su velocidad, señal de que Jáuregui,
su parada, estaba próxima. Al bajar acudiría presuroso a la policía
y daría aviso del delito. Así de simple resolvería un asunto
pendiente con el destino.
El acto compendía con exactitud las posibilidades (e
imposibilidades) de su escueto físico, sus limitaciones éticas y
también el lacónico compromiso con el prójimo.
Con aire resuelto tomó su valija y pidió permiso,
miró a la niña y al impostor, y al pasar por delante de éste oyó
las palabras que obligaban a cambiar todo el plan:
- Si abrís la boca la degüello acá mismo…
Julio reconoció en la gravedad de la voz un tono
orillero que invitaba a tomar en serio aquéllas palabras; pero no se
dio por aludido y se mostró indiferente, postura que debió
abandonar ante la disimulada exhibición de un facón en el lado
izquierdo de la cintura del secuestrador. (En realidad, Julio nunca
vio el facón, lo adivinó).
Caminó hacia uno de los extremos del vagón y se
detuvo ante las escalerillas de la puerta. Acertó al sospechar que
aquél hecho de haber vuelto abruptamente las páginas del diario que
exhibía la foto de la niña, lo había delatado para siempre.
Antes de que el tren se detenga, saltó al andén y
continuó con paso pausado; dilató el abandono de la estación hasta
lo imposible, buscando en los gastados tablones que crujían bajo sus
pies, un nuevo plan. Ahora había que resolver personalmente el caso.
Durante todo aquél tiempo, se sintió observado.
Lejos, a sus espaldas, la locomotora silbó
anunciando su partida; ese silbido fue para Julio un grito de
auxilio, e intempestivamente se lanzó a correr detrás del tren que
había ganado velocidad, logrando no sin un gran esfuerzo colgarse
del último vagón y entrar en él.
Mientras se alejaba miró la valija de la que se
había visto forzado a desprender durante la carrera, tirada en el
andén. Y también observó con ajena ternura, al hombre que se había
quedado junto a ella. Era él, era su pasado.
El que ahora estaba en el furgón viajando como un
polizonte, ya era otro: un Julio resuelto, comprometido a hacer
justicia.
Se sabía buen orador y con gran poder de persuasión;
también se sentía con coraje suficiente para enfrentar a aquél
hombre y hacerlo claudicar en su infame propósito.
Dos razones elocuentes lo hicieron desistir de estas
amables intenciones: una, el villano estaba parado frente a la niña
abrigándola (ocultándola), señal de que en la próxima estación
bajarían; ergo, no había tiempo de desarrollar la oratoria. Y dos,
y tal vez ésta razón anulaba la primera: la naturaleza había
dotado a aquél sujeto de una osamenta que, de juzgarlo conveniente,
le permitiría dirimir cualquier asunto a su favor mediante el
directo contacto físico. Tampoco parecía contar con una buena
predisposición para escuchar sermones, llegado el caso.
Julio lo espiaba con recelo; esperaba el paso en
falso que le permitiera arrebatarle a la niña sin ponerla en
peligro.
Junto a ellos había unas seis o siete personas;
algunas de ellas conversaban entre sí. Al bajar, se dirigieron a la
parada de ómnibus sin advertir que “el padre y su hijo” se
encaminaban hacia un descampado en dirección opuesta.
Julio esperó que el tren retomara su marcha y antes
de abandonar la estación, saltó. Luego, prolijo en la persecución,
advirtió con horror que ambos se dirigían por un camino entre los
pastizales hacia una casa pobremente iluminada de la que llegaban
unas risotadas. Si lograban penetrar en ella, la causa se había
perdido irreparablemente.
De pronto, surgió la oportunidad: El bravucón soltó
a la niña para encender un cigarrillo y Julio, sin medir
consecuencias, corrió como un toro o un tigre y se abalanzó sobre
el pesado sujeto. En tanto, la niña se había echado a correr a puro
grito hacia la estación (tal vez encontrara aún en la parada del
ómnibus a aquéllas personas; de cualquier modo, lejos ya de la
patética escena, podría decirse que se encontraba a salvo).
Del entrevero desigual entre los cuerpos surgió un
disparo. En la casa cesaron las risotadas.
Julio supo al instante que la detonación que había
sufrido en su vientre, era mortal. Irremediablemente moriría esa
misma noche.
Lo aceptó con terror antes que con resignación.
Luego de que su asesino, en medio de injurias que
Julio ya no escuchó, se lo quitara de encima como un saco
harapiento, se preparó para la descarga final. Pero eso jamás
ocurrió, sino que vio como iniciaba su huida en dirección a la
casa. Y ya más nada importa saber del cobarde criminal.
Julio quedó de cara al cielo oblicuo, mirando lo que
las desfavorables estrellas le auspiciaban para esa misma noche.
Encuentro perfectos los siguientes versos de Yeats, para describir
aquél momento:
Ni el temor ni la esperanza
asisten
al moribundo animal,
en
tanto al hombre que aguarda su fin
lo
acompañan todas las amenazas e ilusiones:
multitud
de veces se extinguió su vida
y
con el mismo hálito la sintió renacer.
Cuando
afronta la mano asesina de su prójimo
con
el orgullo altivo de ser excepcional,
el
hombre advierte que le crece el desprecio
por
lo que es una mera cesación de aliento.
Tanto
ha convivido en intimidad con ella
que al
cabo llegó a crear la muerte.
Se negó a aceptar aquéllos pastizales como nicho
sepulcral y tampoco quiso que el umbral de su eterno descanso fuese
una sombría sala de hospital; ya creía haber sorteado ese designio.
Entonces, apretó con su mano derecha la herida y
sintió la sangre tibia regar sus dedos entumecidos. Se reincorporó,
y soportando un dolor desconocido se encaminó hacia “La
Chapiru” donde su hermana se
horrorizaría de verlo en tal situación; el camino lo conocía de
memoria, mil veces lo había andado de niño.
Se pensó un valiente. Se supo un valiente; y si
bien no había tenido una vida excepcional, la razón de su muerte si
lo sería.
Con un mínimo de aliento, reconoció el aroma de los
eucaliptos de “La Chapiru”.
Poco menos de una docena de autos en su entrada,
fueron la primera de las sorpresas que aquélla noche le depararía.
Supuso una fiesta, pero la desestimó al instante por la ausencia de
música (y agradeció que tal situación no se haya representado).
Por el contrario, la quinta se desgarraba en un lóbrego ceremonial.
Decididamente, aquél era un velatorio; reconoció a su hermana a los
pies del féretro.
Al entrar a la sala, nadie de los allí presentes
reparó en su avance ni en su asistencia.
Julio no llegó, no necesitó llegar hasta el féretro
para saber que al que estaban velando era a él; que el muerto era él
y que su muerte se había pronunciado imperfectamente en aquél
quirófano del hospital Piñero.
Se preguntó por ése montón de irrealidades que
acarreó desde aquél momento, y por los espíritus sombríos que lo
habían acompañado en aquél viaje.
Distintas cavilaciones que aún no he abandonado, me
han derivado (no se en verdad con que suerte) hacia una explicación
de lo ocurrido. Aunque la sospecho exigua, aquí la rescato: Si Dios
no se permite cambiar los hechos que ocurrieron, y en cambio sí
puede trocar en la memoria de los hombres el recuerdo que éstos
tengan de lo sucedido, nada cuesta imaginar entonces que haya
transformado el anhelo de un muerto en un periplo espectral.
Análoga suerte intuyo, corrió Julio Argentino
Pontoriero que al morir en el quirófano, tuvo un último sueño que
Dios representó en una antesala de vigilias póstumas.
Finalmente, presenciando su propio velatorio, supo
con exactitud la inevitable forma de su destino.
A mi poco me ha costado; no se cuánto le costará a
él, consumar su fantasmidad.
Julio retira la mano de su vientre. Nota, sin
asombro, que ya no sangra.
FIN