No pocos creen que la
belleza de una mujer, en su expresión más alta, en su conjugación
más sublime, no es otra cosa que voluntad demoníaca; ya que su
alma, según dicen, es concebida en las escarpadas gargantas de los
avernos.
No se si esto es del
todo falso, pero la razón de un hombre puede fácilmente extraviarse
y aún condenarse, en los laberínticos encantos de éstos admirables
seres.
Vale decir, que nos
obligan mediante tilinguerías diabólicas a transitar caminos
abominables en pos de una perversa veneración; esta perdición a la
que es sometido el endeble espíritu masculino, es de una
irreversibilidad tan maligna como notable.
Harto sutil y
complejo es este tema, soy conciente, pero el asunto al que
concierne referirme no es éste precisamente, del cual el ávido
lector podrá obtener información infinitamente más precisa,
en las acabadas páginas escritas por Alejandro Dolina.
Lucio Guimarey se
enamoró de Adriana Belvedere desde el primer día del bachillerato
que ambos comenzaron a cursar en el Justo José De Urquiza. A la
quimera romántica de Lucio no le faltaba justicia: Adriana Belvedere
era una petisa arrolladora de ojos almendrados; pero para Lucio era
más. Peligrosamente más. Orillaba la divinidad, podría decirse.
A veces, ojeando
manuales de Historia o Geografía, señalaba la estatua de alguna
divinidad egipcia, o una puesta de sol vista desde una playa
mediterránea y objetaba: “Ves, ni siquiera están cerca de la
hermosura de Adriana…”
Tales objeciones
prologaron cinco años de profuso amor y de locuras llevadas hasta lo
impensado.
Lucio Guimarey comenzó
la enajenada travesía de la conquista, jugando a ser el admirador
secreto de Adriana Belvedere; dejaba versos usurpados a Shakespeare y
Girondo entre las hojas de la carpeta de Educación Cívica, flores
secas señalando una poesía en el libro de Literatura y poemas
truncos escritos en el pizarrón, que eran rápidamente borrados por
la profesora de Matemáticas. Cerca de fin de año rebautizó el
célebre salón de actos con el nombre de su amada.
Claro está que todas
estas loables supercherías románticas hubiesen sido de difícil
ejecución, si no imposible, de no haber contado (especialmente en
los recreos) con la disparatada complicidad de Guillermo García,
mentor de muchas de las gestas y amigo fiel.
Ahora bien, un muchacho
de rasgos finos y atractivos, juzgaría innecesarios todos estos
esfuerzos; de lo cual deducimos que describir la apariencia de Lucio
con sinceridad, nos haría intolerablemente crueles: caminaba
encorvado ligeramente hacia atrás, doblando exageradamente las
rodillas, y su paso era lento pero también inseguro. Podía
adivinarse por su tono de voz cierta ineficacia general, y su dicción
adolecía de una nerviosa cacofonía. Tampoco era simpático. Su
madre había muerto al alumbrarlo (al dar a luz, quiero decir) y su
padre unos años después en un accidente; hijo único, quedó
confinado a los azares educacionales de una tía abuela que no lo
maleducó.
Adriana se dijo estar
viviendo en un hermoso cuento y sospechaba de todos los varones del
curso…menos de él: Lucio pasó de ser anónimo a ser ignorado, por
lo que barrunto que todo tendría un desenlace indeseado.
En la fiesta de fin de
curso se declaró ante la espantada muchacha como autor material de
las arcanas ofrendas a la que su amor lo había sometido como
un narcótico. Lo que obtuvo fue un quirúrgico rechazo. Esa
noche Lucio lloró a escondidas y en minucioso silencio.
También le apostó al destino que ésa chica algún día, se casaría
con él.
Pasó unas insulsas
vacaciones y comenzó el segundo año del bachillerato, soportando
con estoicismo la indiferencia de Adriana, y las copiosas burlas del
curso entero. En tercer año, se convirtió en héroe.
Representó al colegio
en un concurso televisivo ejecutando una pieza clásica con verdadera
maestría en la guitarra (lo hacía desde los seis años). Valiéndose
con un primer puesto unánime, en el momento en el que le
entregaban el premio (una semana en Mar Del Plata para todo el curso)
dijo las previsibles palabras: “Adriana, esto lo hice únicamente
por vos”. Esto motivó aplausos, ovaciones, lágrimas, expresiones
de orgullo, desmayos, fluctuaciones, etcétera. A Adriana no le movió
un pelo.
En cuarto año,
Lucio acudió a las artes mágicas; siempre secundado por Guillermo
García, fatigaron polvorientos sucuchos de mala hechicería donde
adquirieron a un precio razonable, brebajes de vana intimidación.
Arriesgaron sus vidas en insondables conventillos en busca del elixir
oportuno y se codearon con brujas, maestros espirituales
indocumentados, manosantas aún no recibidos, profetas de barro y
otros igualmente ilustres propagadores de la mentira que subyuga a
los imbéciles y débiles de espíritu.
Los
resultados fueron los previsibles: puntuales casos de severa idiotez,
conocen invariablemente la nulidad y el fracaso. Por ésa razón (o
tal vez por otra) Guillermo García dejó penetrar un haz de lucidez
en su cabeza, y tuvo la tardía pero brillante idea de convencer a
Lucio de que Adriana no era definitivamente una chica para él; sin
circunloquios, no ahorró palabras crueles y fue preciso y riguroso
en la evocación de jornadas bochornosas que los tuvieron como
protagonistas. Tampoco faltaron las lánguidas comparaciones como las
relacionadas con el agua y el aceite.
La contundencia no fue
absoluta; Lucio Guimarey dejó de perseguir por un tiempo a Adriana
Belvedere, pero no claudicó.
A fines del quinto año,
al darse cuenta de la vacuidad a la que sometería su existencia el
ya no volver a verla una vez terminado el bachillerato, lo
aterrorizó. ¿Cómo diablos podría asomarse a un mundo sin ella?
Fue entonces que una idea le atravesó la médula: un pacto con el
que rige y modera las tinieblas. El emprendimiento sería,
decididamente, el más arriesgado de todos; acaso el más genial,
aunque no podría precisarse que fuese el último.
No menos ortodoxa
que improbable fue la noción que Guillermo García adquirió a cerca
del satánico rito, que exigía tener una higuera como escenario; el
interesado devenido en réprobo, debía pararse debajo de ésta un
veinticuatro de Diciembre a la medianoche exacta, completamente
desnudo. Entonces, desde las entrañas de la tierra donde el fuego
nunca cesa, surgiría el que posee tantos nombres como Dios,
dispuesto a agenciarse un alma. El escalofriante rito era
estrictamente infalible, realmente no fallaba jamás. Esto, lejos de
acobardar a Lucio, lo esperanzaba.
Guillermo también se
encargó de arreglar que su amigo pasara la Nochebuena junto a su
familia en la casa de unos tíos en Burzaco, que contaba con la
vecindad de Don Severo a tres casas contiguas. Esta vivienda
licenciaba en sus fondos una higuera perfecta.
Don Severo era un
hombre entrado en años que, luego de morir su esposa, visitaba a su
hermano para las fiestas; ergo, su conveniente ausencia colaboraba
involuntariamente en el infausto plan.
Sólo un detalle
faltaba conciliar: Lucio debía encontrarse con Adriana después de
las fiestas bajo cualquier pretexto. La profesora Maltesse se encargó
de ese detalle: a fines de Diciembre, ambos rendirían su cátedra:
Derecho Usual. La “Pirucha” Maltesse nunca acabó de entender
cómo el Sr. Guimarey, ostentando dos diez en los trimestres
anteriores, había caído en la desgracia de cerrar el año con un
cero. (Las derrotas, a veces, no son tan fáciles de explicar).
Ahorra arribo a lo más
increíble del relato, en el que atenuaré o acentuaré algunos
detalles que mi voluntad, ya por capricho o por mi memoria
permeable a la imprecisión, dictará para que la inverosimilitud sea
tolerable.
El veinticuatro de
Diciembre, Lucio se confundió entre los García, que se turnaban
eufóricos para contarle las travesuras de hasta hace poco de
Guillermito.
A las once y media el
corazón comenzó a golpearle impaciente el pecho; adujo una urgencia
estomacal y rumbo al baño, se desvió hacia los fondos. De esta
manera, el por qué de su ausencia durante el brindis ya estaba
cubierto.
La noche era cálida,
profunda, sin estrellas; una Luna Nueva protagonizaba sin escándalo,
el silencio de un cielo alto. A través de un paredón, la torpe
humanidad de Lucio se halló al fin en el fondo de la casa Don Severo
faltando diez minutos para las doce. Se arrojó sin la suerte de los
gatos y al caer, un enano de yeso le hizo perder el equilibrio y fue
a dar aparatosamente sobre unas chapas causando un estrépito que, de
no haber sido por los estruendos pirotécnicos, hubiera despertado a
toda la manzana.
Se rehizo en lo
inmediato y una vez ante la higuera, se desnudó; al sacarse por
último el reloj, advirtió que faltaba un minuto. Entonces, todo le
pareció irreal, intemporal, como en los sueños. Oyó en su cabeza
las palabras de Guillermo García: “… el ritual nunca falla…”.
No hubo una sola noche
en la que no se haya imaginado precisamente, el instante que estaba
viviendo; pero en aquellas antesalas donde la vigilia cesa, el sueño
bajaba el telón y corría un velo de incertidumbre sobre el trato…
Si bien no había bosquejado su petitorio, llegado el momento no
dudaría de sus palabras; era una operación simple: un alma que no
usaba por el amor eterno de una mujer.
En éstos parajes
oníricos estaba sumido Lucio, cuando una luz enceguecedora reverberó
en su frente: “Es un ángel que Dios me envía para retractarme de
éste acto…”, pensó en un principio, idea que fue desestimada
inmediatamente al ver a Don Severo avanzando hacia él, con una
escopeta apuntándole a la cabeza. El anciano, al tiempo que
descargaba una caterva de insultos, instaba al consternado
Lucio a permanecer con las manos en alto a la espera de la policía.
Cuando éstos arribaron, el cuadro melodramático fue perfecto. Lo
hicieron vestir y sin dejarlo hablar (nada tampoco hubiese podido
pronunciar), se lo llevaron entre los muchos curiosos que se habían
agolpado frente a la casa de Don Severo, entre los que por supuesto,
se encontraban atónitos los García.
Ya en la comisaría, lo
confinaron a la humedad de un calabozo, y lo incomunicaron del
Universo a la espera del Comisario que se encargaría personalmente
del caso. Y había una razón muy especial que hacía que el hombre
de mayor autoridad en Burzaco se allegara: desde hacía unas semanas,
un extraño de rasgos adolescentes había estado incomodando a
las muy bonitas muchachas del pueblo, causando no tanto pavor como
revuelo.
Sólo el lector, junto
a Guillermo García y a quien esto escribe, podemos dar fe de la
imposibilidad de que Lucio fuera tal agresor (aunque acaso arribemos
a ésta convicción más por una cuestión de ineptitud, que por un
impedimento físico-temporal). Pero no así lo creyó el pueblo, y
hacia la madrugada se autoconvocó en las puertas de la comisaría,
ansiando hacer justicia mediante desusados métodos tales como la
lapidación.
Don Severo explicó que
a causa del fallecimiento de su hermano ocurrido un mes atrás, se
había visto obligado a quedar en casa, y que cuando se disponía a
dormir, un ruido de chapas lo sobresaltó.
En tanto Lucio en su
desarraigo, desestimó la visita de la reflexión y no se arrepintió
ni un centímetro de la trunca gesta navideña. No le importaba el
pueblo enardecido allá afuera, ni la inminencia de la cárcel;
tampoco lo que dirían los García ni lo que pensaran sus tías y
abuelas. Importaba Adriana; y si había un momento en el que no había
que entregarse, era éste precisamente, y en su boca se dibujaba una
mueca histriónica.
A los dos días, el
Comisario (que realmente se había ocupado con celeridad del
tragicómico asunto) consideró insuficientes las atestiguaciones y
descartó el robo, así es que se propuso escuchar de los propios
labios del exhibicionista, una declaración fehaciente de lo que
realmente había ocurrido aquella noche.
Para esto confiaba en
la contundencia de su robustez y de su voz, atributos que sumados a
una recta práctica del deber y la justicia, le habían hecho ganar
el respeto y la confianza de la gente; no su miedo. No había hombre
ni mujer en Burzaco que hablara mal del Comisario.
Una vez completamente
solos en su oficina, Lucio comenzó a contar la historia
innecesariamente desde su principio; empujado por el hastío, el
Comisario fue concretamente a la razón de su desnudez al pie de la
higuera; cuando la oyó, río de tal manera que Lucio alcanzó a
verle las muelas.
Cuando controló las
carcajadas, preguntó el nombre de la muchacha que había generado
tal hidalguía y anotó datos y detalles, con el fin de corroborar la
versión.
Finalmente, la
declaración de Guillermo García colaboró en la decisión del
Comisario de liberar a Lucio, a quien antes sometió bajo pretextos
burocráticos a firmar unas formas que hacían referencia a los
correctos tratos que el señor Guimarey había recibido durante su
corta estadía; papelería que éste apenas leyó. Cuando terminó de
firmar, tuvieron la siguiente conversación:
- No se preocupe señor
Comisario- dijo Lucio con voz resuelta- jamás volverá a verme por…
- No pibe, te
equivocás- interrumpió el intachable hombre de la ley- sí te voy a
volver a ver, te lo aseguro y serán otras las circunstancias; muy
otras: serán las de tu muerte.
Lo que sonó como un
epitafio, abrió un breve silencio. Luego continuó:
-
Voy a explicarte: vos me citaste en una higuera, pero yo juzgué más
convencional ésta oficina para concretar el pacto que, dicho sea de
paso, se encuentra entre ésos papeles que acabás de firmar; y no
preguntes por la sangre que habrás oído hablar usarse en éstos
casos, ni por los cuernos o la cola o el olor a azufre…son todas
boberías. Y es mas, voy a darte un consejo: tené cuidado en el
futuro con lo que firmás, hay muchos estafadores hoy en día en el
mundo, y podés meterte en problemas. Ahora andá nomás, que
ésa muchacha te esta esperando en la puerta de ésta comisaría para
amarte hasta el fin de tus días, en los que estaré presente
para llevarme lo que ya me pertenece.
Dichas palabras
desataron en Lucio sentimientos antagónicos, porque mientras por un
lado había obtenido en pocos minutos lo que no pudo en cinco años,
algo lo entristecía; y no era precisamente el arrepentimiento. Se
debía a un aquelarre de pensamientos religiosos que le habían
inculcado durante su niñez, y que ahora se disputaban su corazón y
su conciencia. Pero los brazos de Adriana Belvedere iban a disipar
contundentemente, ésa tormenta de vacilaciones.
Antes de retirarse, con
la mano ya puesta en el picaporte de la puerta entreabierta, Lucio
preguntó sin darse vuelta:
- ¿Ella también
arderá junto a mi en el infierno?
- No –fue la
respuesta que obtuvo –quedate tranquilo que sólo vos vas a arder.
Buenas tardes.
Adriana le contó al
mundo cómo mágicamente se había enamorado de Lucio al enterarse a
través de Guillermo García (como no podría ser de otra manera), de
las tribulaciones a las que se había sometido al intentar vender el
alma por su amor; hecho que si bien finalmente ocurrió, nadie lo
supo.
Lucio Guimarey y
Adriana Belvedere se casaron un viernes, tuvieron hermosos hijos y
una vida intensa y feliz. Hasta aquí el relato para los que gustan
de finales ideales; para los que no, debo decir que un extraño
accidente automovilístico, se cobró la vida de Lucio cuando estaba
por cumplir los cuarenta y dos años y que a partir de entonces,
Adriana llevó un luto de por vida y no volvió a estar nunca más
con un hombre.
Y tal vez sea
éste preciso acto de fidelidad, de celibato incondicional, el rasgo
más notable de toda la historia, ya que nos muestra la inequívoca
señal de haberse tratado todo de una romántica obra demoníaca
hermosamente trágica.
Fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario