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sábado, 5 de mayo de 2012

LA PASION DE LUCIO


No pocos creen que la belleza de una mujer, en su expresión más alta, en su conjugación más sublime, no es otra cosa que voluntad demoníaca; ya que su alma, según dicen, es concebida en las escarpadas gargantas de los avernos.
No se si esto es del todo falso, pero la razón de un hombre puede fácilmente extraviarse y aún condenarse, en los laberínticos encantos de éstos admirables seres.
Vale decir, que nos obligan mediante tilinguerías diabólicas a transitar caminos abominables en pos de una perversa veneración; esta perdición a la que es sometido el endeble espíritu masculino, es de una irreversibilidad tan maligna como notable.
 Harto sutil y complejo es este  tema, soy conciente, pero el asunto al que  concierne referirme no es éste precisamente, del cual el ávido lector podrá obtener  información infinitamente más precisa, en las acabadas páginas escritas por Alejandro Dolina.
Lucio Guimarey se enamoró de Adriana Belvedere desde el primer día del bachillerato que ambos comenzaron a cursar en el Justo José De Urquiza. A la quimera romántica de Lucio no le faltaba justicia: Adriana Belvedere era una petisa arrolladora de ojos almendrados; pero para Lucio era más. Peligrosamente más. Orillaba la divinidad, podría decirse.
A veces, ojeando manuales de Historia o Geografía, señalaba la estatua de alguna divinidad egipcia, o una puesta de sol vista desde una playa mediterránea y objetaba: “Ves, ni siquiera están cerca de la hermosura de Adriana…”
Tales objeciones prologaron cinco años de profuso amor y de locuras llevadas hasta lo impensado.
Lucio Guimarey comenzó la enajenada travesía de la conquista, jugando a ser el admirador secreto de Adriana Belvedere; dejaba versos usurpados a Shakespeare y Girondo entre las hojas de la carpeta de Educación Cívica, flores secas señalando una poesía en el libro de Literatura y poemas truncos escritos en el pizarrón, que eran rápidamente borrados por la profesora de Matemáticas. Cerca de fin de año rebautizó el célebre salón de actos con el nombre de su amada.
Claro está que todas estas loables supercherías románticas hubiesen sido de difícil ejecución, si no imposible, de no haber contado (especialmente en los recreos) con la disparatada complicidad de Guillermo García, mentor de muchas de las gestas y amigo fiel.

Ahora bien, un muchacho de rasgos finos y atractivos, juzgaría innecesarios todos estos esfuerzos; de lo cual deducimos que describir la apariencia de Lucio con sinceridad, nos haría intolerablemente crueles: caminaba encorvado ligeramente hacia atrás, doblando exageradamente las rodillas, y su paso era lento pero también inseguro. Podía adivinarse por su tono de voz cierta ineficacia general, y su dicción adolecía de una nerviosa cacofonía. Tampoco era simpático. Su madre había muerto al alumbrarlo (al dar a luz, quiero decir) y su padre unos años después en un accidente; hijo único, quedó confinado a los azares educacionales de una tía abuela que no lo maleducó.

Adriana se dijo estar viviendo en un hermoso cuento y sospechaba de todos los varones del curso…menos de él: Lucio pasó de ser anónimo a ser ignorado, por lo que barrunto que  todo tendría un desenlace indeseado.
En la fiesta de fin de curso se declaró ante la espantada muchacha como autor material de las arcanas ofrendas a la que su amor lo había sometido  como un  narcótico. Lo que obtuvo fue un quirúrgico rechazo. Esa noche Lucio lloró a escondidas y  en minucioso silencio. También le apostó al destino que ésa chica algún día, se casaría con él.
Pasó unas insulsas vacaciones y comenzó el segundo año del bachillerato, soportando con estoicismo la indiferencia de Adriana, y las copiosas burlas del curso entero. En  tercer año, se convirtió en héroe.
Representó al colegio en un concurso televisivo ejecutando una pieza clásica con verdadera maestría en la guitarra (lo hacía desde los seis años). Valiéndose con un  primer puesto unánime, en el momento en el que le entregaban el premio (una semana en Mar Del Plata para todo el curso) dijo las previsibles palabras: “Adriana, esto lo hice únicamente por vos”. Esto motivó aplausos, ovaciones, lágrimas, expresiones de orgullo, desmayos, fluctuaciones, etcétera. A Adriana no le movió un pelo.
 En cuarto año, Lucio acudió a las artes mágicas; siempre secundado por Guillermo García, fatigaron polvorientos sucuchos de mala hechicería donde adquirieron a un precio razonable, brebajes de vana intimidación. Arriesgaron sus vidas en insondables conventillos en busca del elixir oportuno y se codearon con  brujas, maestros espirituales indocumentados, manosantas aún no recibidos, profetas de barro y otros igualmente ilustres propagadores de la mentira que subyuga a los imbéciles y débiles de espíritu.
   Los resultados fueron los previsibles: puntuales casos de severa idiotez, conocen invariablemente la nulidad y el fracaso. Por ésa razón (o tal vez por otra) Guillermo García dejó penetrar un haz de lucidez en su cabeza, y tuvo la tardía pero brillante idea de convencer a Lucio de que Adriana no era definitivamente una chica para él; sin circunloquios, no ahorró palabras crueles y fue preciso y riguroso en la evocación de jornadas bochornosas que los tuvieron como protagonistas. Tampoco faltaron las lánguidas comparaciones como las relacionadas con el agua y el aceite.
La contundencia no fue absoluta; Lucio Guimarey dejó de perseguir por un tiempo a Adriana Belvedere, pero no claudicó.
A fines del quinto año, al darse cuenta de la vacuidad a la que sometería su existencia el ya no volver a verla una vez terminado el bachillerato, lo aterrorizó. ¿Cómo diablos podría asomarse a un mundo sin ella? Fue entonces que una idea le atravesó la médula: un pacto con el que rige y modera las tinieblas. El emprendimiento sería, decididamente, el más arriesgado de todos; acaso el más genial, aunque no podría precisarse que fuese el último.
 No menos ortodoxa que improbable fue la noción que Guillermo García adquirió a cerca del satánico rito, que exigía tener una higuera como escenario; el interesado devenido en réprobo, debía pararse debajo de ésta un veinticuatro de Diciembre a la medianoche exacta, completamente desnudo. Entonces, desde las entrañas de la tierra donde el fuego nunca cesa, surgiría el que posee tantos nombres como Dios, dispuesto a agenciarse un alma. El escalofriante rito era estrictamente infalible, realmente no fallaba jamás. Esto, lejos de acobardar a Lucio, lo esperanzaba.
Guillermo también se encargó de arreglar que su amigo pasara la Nochebuena junto a su familia en la casa de unos tíos en Burzaco, que contaba con la vecindad  de Don Severo a tres casas contiguas. Esta vivienda licenciaba en sus fondos una  higuera perfecta.
Don Severo era un hombre entrado en años que, luego de morir su esposa, visitaba a su hermano para las fiestas; ergo, su conveniente ausencia colaboraba involuntariamente en el infausto plan.
Sólo un detalle faltaba conciliar: Lucio debía encontrarse con Adriana después de las fiestas bajo cualquier pretexto. La profesora Maltesse se encargó de ese detalle: a fines de Diciembre, ambos rendirían su cátedra: Derecho Usual. La “Pirucha” Maltesse nunca acabó de entender cómo el Sr. Guimarey, ostentando dos diez en los trimestres anteriores, había caído en la desgracia de cerrar el año con un cero. (Las derrotas, a veces, no son tan fáciles de explicar).
Ahorra arribo a lo más increíble del relato, en el que atenuaré o acentuaré algunos detalles que  mi voluntad, ya por capricho o por mi memoria permeable a la imprecisión, dictará para que la inverosimilitud sea tolerable.
El veinticuatro de Diciembre, Lucio se confundió entre los García, que se turnaban eufóricos para contarle las travesuras de hasta hace poco de Guillermito.
A las once y media el corazón comenzó a golpearle impaciente el pecho; adujo una urgencia estomacal y rumbo al baño, se desvió hacia los fondos. De esta manera, el por qué de su ausencia durante el brindis ya estaba cubierto.
La noche era cálida, profunda, sin estrellas; una Luna Nueva protagonizaba sin escándalo, el silencio de un cielo alto. A través de un paredón, la torpe humanidad de Lucio se halló al fin en el fondo de la casa Don Severo faltando diez minutos para las doce. Se arrojó sin la suerte de los gatos y al caer, un enano de yeso le hizo perder el equilibrio y fue a dar aparatosamente sobre unas chapas causando un estrépito que, de no haber sido por los estruendos pirotécnicos, hubiera despertado a toda la manzana.
Se rehizo en lo inmediato y una vez ante la higuera, se desnudó; al sacarse por último el reloj, advirtió que faltaba un minuto. Entonces, todo le pareció irreal, intemporal, como en los sueños. Oyó en su cabeza las palabras de Guillermo García: “… el ritual nunca falla…”.
No hubo una sola noche en la que no se haya imaginado precisamente, el instante que estaba  viviendo; pero en aquellas antesalas donde la vigilia cesa, el sueño bajaba el telón y corría un velo de incertidumbre sobre el trato… Si bien no había bosquejado su petitorio, llegado el momento no dudaría de sus palabras; era una operación simple: un alma que no usaba por el amor eterno de una mujer.
En éstos parajes oníricos estaba sumido Lucio, cuando una luz enceguecedora reverberó en su frente: “Es un ángel que Dios me envía para retractarme de éste acto…”, pensó en un principio, idea que fue desestimada inmediatamente al ver a Don Severo avanzando hacia él, con una escopeta apuntándole a la cabeza. El anciano, al tiempo que  descargaba una caterva de insultos, instaba al consternado Lucio a permanecer con las manos en alto a la espera de la policía. Cuando éstos arribaron, el cuadro melodramático fue perfecto. Lo hicieron vestir y sin dejarlo hablar (nada tampoco hubiese podido pronunciar), se lo llevaron entre los muchos curiosos que se habían agolpado frente a la casa de Don Severo, entre los que por supuesto, se encontraban  atónitos los García.
Ya en la comisaría, lo confinaron a la humedad de un calabozo, y lo incomunicaron del Universo a la espera del Comisario que se encargaría personalmente del caso. Y había una razón muy especial que hacía que el hombre de mayor autoridad en Burzaco se allegara: desde hacía unas semanas, un extraño de rasgos adolescentes había estado  incomodando a las muy bonitas muchachas del pueblo, causando no tanto pavor como revuelo.
Sólo el lector, junto a Guillermo García y a quien esto escribe, podemos dar fe de la imposibilidad de que Lucio fuera tal agresor (aunque acaso arribemos a ésta convicción más por una cuestión de ineptitud, que por un impedimento físico-temporal). Pero no así lo creyó el pueblo, y hacia la madrugada se autoconvocó en las puertas de la comisaría, ansiando hacer justicia mediante desusados métodos tales como la lapidación.
Don Severo explicó que a causa del fallecimiento de su hermano ocurrido un mes atrás, se había visto obligado a quedar en casa, y que cuando se disponía a dormir,  un ruido de chapas lo sobresaltó.
En tanto Lucio en su desarraigo, desestimó la visita de la reflexión y no se arrepintió ni un centímetro de la trunca gesta navideña. No le importaba el pueblo enardecido allá afuera, ni la inminencia de la cárcel; tampoco lo que dirían los García ni lo que pensaran sus tías y abuelas. Importaba Adriana; y si había un momento en el que no había que entregarse, era éste precisamente, y en su boca se dibujaba una mueca histriónica.
A los dos días, el Comisario (que realmente se había ocupado con celeridad del tragicómico asunto) consideró insuficientes las atestiguaciones y descartó el robo, así es que se propuso escuchar de los propios labios del exhibicionista, una declaración fehaciente de lo que realmente había ocurrido aquella noche.
Para esto confiaba en la contundencia de su robustez y de su voz, atributos que sumados a una recta práctica del deber y la justicia, le habían hecho ganar el respeto y la confianza de la gente; no su miedo. No había hombre ni mujer en Burzaco que hablara mal del Comisario.
Una vez completamente solos en su oficina, Lucio comenzó a contar la historia innecesariamente desde su principio; empujado por el hastío, el Comisario fue concretamente a la razón de su desnudez al pie de la higuera; cuando la oyó, río de tal manera que Lucio alcanzó a verle las muelas.
Cuando controló las carcajadas, preguntó el nombre de la muchacha que había generado tal hidalguía y anotó datos y detalles, con el fin de corroborar la versión.
 Finalmente, la declaración de Guillermo García colaboró en la decisión del Comisario de liberar a Lucio, a quien antes sometió bajo pretextos burocráticos a firmar unas formas  que hacían referencia a los correctos tratos que el señor Guimarey había recibido durante su corta estadía; papelería que éste apenas leyó. Cuando terminó de firmar, tuvieron la siguiente conversación:
- No se preocupe señor Comisario- dijo Lucio con voz resuelta- jamás volverá a verme por…
- No pibe, te equivocás- interrumpió el intachable hombre de la ley- sí te voy a volver a ver, te lo aseguro y serán otras las circunstancias; muy otras: serán las de tu muerte.
Lo que sonó como un epitafio, abrió un breve silencio. Luego continuó:
    - Voy a explicarte: vos me citaste en una higuera, pero yo juzgué más convencional ésta oficina para concretar el pacto que, dicho sea de paso, se encuentra entre ésos papeles que acabás de firmar; y no preguntes por la sangre que habrás oído hablar usarse en éstos casos, ni por los cuernos o la cola o el olor a azufre…son todas boberías. Y es mas, voy a darte un consejo: tené cuidado en el futuro con lo que firmás, hay muchos estafadores hoy en día en el mundo, y podés  meterte en problemas. Ahora andá nomás, que ésa muchacha te esta esperando en la puerta de ésta comisaría para amarte hasta el fin de tus días, en los que  estaré presente para llevarme lo que ya me pertenece.
Dichas palabras desataron en Lucio sentimientos antagónicos, porque mientras por un lado había obtenido en pocos minutos lo que no pudo en cinco años, algo lo entristecía; y no era precisamente el arrepentimiento. Se debía a un aquelarre de pensamientos religiosos que le habían inculcado durante su niñez, y que ahora se disputaban su corazón y su conciencia. Pero los brazos de Adriana Belvedere iban a disipar contundentemente, ésa tormenta  de vacilaciones.
Antes de retirarse, con la mano ya puesta en el picaporte de la puerta entreabierta, Lucio preguntó sin darse vuelta:
- ¿Ella también arderá junto a mi en el infierno?
- No –fue la respuesta que obtuvo –quedate tranquilo que sólo vos vas a arder. Buenas tardes.
Adriana le contó al mundo cómo mágicamente se había enamorado de Lucio al enterarse a través de Guillermo García (como no podría ser de otra manera), de las tribulaciones a las que se había sometido al intentar vender el alma por su amor; hecho que si bien finalmente ocurrió, nadie lo supo.

Lucio Guimarey y Adriana Belvedere se casaron un viernes, tuvieron hermosos hijos y una vida intensa y feliz. Hasta aquí el relato para los que gustan de finales ideales; para los que no, debo decir que un extraño accidente automovilístico, se cobró la vida de Lucio cuando estaba por cumplir los cuarenta y dos años y que a partir de entonces, Adriana llevó un luto de por vida y no volvió a estar nunca más con un hombre.
 Y tal vez sea éste preciso acto de fidelidad, de celibato incondicional, el rasgo más notable de toda la historia, ya que nos muestra la inequívoca señal de haberse tratado todo de una romántica obra demoníaca hermosamente trágica.  



                                                                                                                              Fin.










  

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