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sábado, 5 de mayo de 2012

ELVIRA VA A ARRUINARTE


Todo empezó allá por el 58. Era verano. Luciano y yo estábamos sentados en un banco de Plaza Flores, sin pensamiento y casi sin sabernos uno al lado del otro (como dos buenos amigos), cuando vimos a un hombre de una aseada pobreza aproximarse con paso decidido. Tendría unos setenta años.
Al pasar frente a nosotros aminoró el paso, nos miró fijamente y dejó caer un billete de dos pesos. Sensibles a esto intentamos advertir al viejo de su distracción, pero éste apuró el paso y se alejó presuroso por Fray Cayetano hacia el paso a nivel. 
Algo perplejos por lo risueño de la escena, nos dirigimos a un almacén a dilapidar nuestra amena fortuna; pero el almacenero nos devolvió el billete aduciendo que éstos no se aceptaban si estaban escritos. Efectivamente, al mirarlo bien notamos una terrible inscripción:

ELVIRA VA A ARRUINARTE

Luciano, mucho más sensible que yo, creyó advertir una singular advertencia hacia su persona, según me confesó. Esa noche soñó con el viejo, y su rostro que se nos había desdibujado, esta vez, le resultó familiar. Escalofriantemente familiar.
Mi amigo era uno de los mejores promedios del colegio; solo su pánico escénico le vedaba el podio de los abanderados (en más de una ocasión lo he visto ir a menos en los exámenes).
Poseía además una zurda algebraica con la que solía describir parábolas infinitesimales en los ángulos de los arcos contrarios. Un día, Atlanta lo vio y ya no lo contamos más en los picados.
Las aulas y los potreros son, nadie lo ignora, entidades antagónicas: según la filosofía que sostienen en algunos barrios, quien tenga un diez en Matemáticas difícilmente ostente el mismo número en una camiseta. Sin embargo, ésta regla irrefutable aunque insuficiente, ejerce también sus excepciones; y Luciano era, a no dudarlo, una de ellas.
Para estos géneros excepcionales la vida les reserva la felicidad de un próspero futuro. Solo el amor de una mala mujer puede torcer ese destino de manera irremediable. Y Luciano tenía una terrible falencia: las mujeres lo intimidaban y provocaban la debacle de su carácter.
Cierta vez en un baile, consumí la noche entera tratando de convencerlo de que las miradas de dos morochas paradas en un rincón del salón, habían desbordado la insinuación, templando la inminencia de un montaraz abordaje. Tras agotar pronósticos de rechazos y presagios de indiferencia, arrastré a Luciano ante esos dos ángeles de tez cristalina y una vez ante ellas, profeticé que la brújula de nuestros corazones indicaba que ésa misma noche habríamos de encontrar el norte en el océano de sus ojos. Las súbitas y tímidas sonrisas me alentaron a preguntarles los nombres,  entonces la menos hermosa dijo:
- Yo soy Carla y ella mi hermana Elvira.
Al oír el último nombre pronunciado, Luciano cogió de la mano a Carla y la llevó casi flameando hacia la pista de baile. Yo no salía de mi asombro: jamás pensé que Luciano podría actuar así con una chica.
Inevitablemente quedamos Elvira y yo cara a cara y entonces, con un ademán del siglo XVI, la invité a que siguiéramos los pasos de la emocionada pareja.  
Lo único que puedo agregar de aquélla velada es que la alborada me sorprendió rozando los labios de Elvira, y anhelando que Luciano estuviese en una situación similar.
Por aquellos días, nuestras carreras universitarias (Arquitectura él, Letras yo) se devoraban nuestro tiempo, y nos veíamos realmente muy poco; pero después de aquella noche nuestros encuentros fueron nulos. Todo lo que sabía de él lo hacía a través de su madre, que se sentía desconcertada por el comportamiento de su hijo a partir de su noviazgo con Carla. Por ejemplo, no se explicaba cómo había abandonado el fútbol:
- Justo cuando se lo querían llevar de Independiente- renegaba su padre. (En mi opinión, el hecho de privar a un padre ver convertirse a su hijo en un Crack, merece un lugar entre los nueve círculos dantescos. Y no menos).
Esa fue la primera influencia nefasta de Carla sobre Luciano; pero jamás se lo hice saber.
El día que me trajo la invitación para su casamiento, me contó con alguna opacidad en su voz del imprevisto embarazo, del abandono de Arquitectura y de que el lunes empezaba a trabajar en la oscura ferretería de su suegro.
Dios sabe por qué hace las cosas, y en ciertas oportunidades nos permite acercarnos a la comprensión de sus cifrados hechos (nunca a su Divino y Misterioso Obrar). Tales fueron mis reflexiones al enterarme de la pérdida del embarazo de Carla; para lo que vino después, no hallé consolación: a los  pocos años de matrimonio, tras confirmar una sospecha de infidelidad, Luciano esperó a Carla en su casa y sin medir palabra, la mató.
Ante el juez no mostró culpa ni arrepentimiento: alegó que el amor que lo unía a su esposa le vedó otros caminos, y que el perdón es un asunto que debe tratarse con Dios únicamente, por lo que había propiciado el encuentro entre ambos…
Me pidió que jamás lo visitase en su encierro, lo que consentí con aflicción; lo mismo le exigió a su madre. Su padre fue el único que me tuvo al tanto de su decadencia; cuando éste buen hombre murió, Luciano se transformó en un paria. (Aunque creo que todos, de alguna rendida manera lo somos).

Muchos de nosotros permitimos con abnegada indulgencia, que se haga de noche en nuestras vidas y que la penumbra nos gane el alma. Nos place quedar a oscuras tanteando las figuras ausentes lejos del velador, o reconstruyendo las últimas imágenes de un amor. Y tal vez lo hacemos porque no nos damos cuenta que al fin, nosotros también nos hemos quedado ciegos.
Y le tememos al mar y nadamos cerca de la orilla. Pero sabemos que se acerca el momento en el que una ola nos tapará para siempre y se  llevará hacia la costa de los olvidos, nuestros mejores recuerdos.
Para aquéllos desatentos a estas sensibles cursilerías literarias, simplemente diré que he envejecido.
Hoy tengo setenta y cuatro años y he relatado hechos que inevitablemente han corrido el albur de distraerse en tintes sofísticos; tales son las consabidas licencias de una memoria permeable.
Ahora bien, no hubiese contado nada de esto a no ser por el hecho de tener hoy en frente, una carta de Luciano. La recibí hace dos semanas y describe, desde una pensión de Balvanera, con la lenta caligrafía de la que adolecen los que ya no esperan nada, los días que le tocó vivir en oscuridad y silencio; del insípido remordimiento que lo visitó algunas noches dilatándolas vanamente, porque el tiempo pierde el sentido de variar.
Adivinó que la soledad nunca es una sola y que el recuerdo, lejos de acompañar, recrudece. Sospechó tras oscuras cavilaciones que si bien Dios existe, es la Nada…
Recorrió los serenos pasillos en los que deambula la memoria y abrió puertas que nunca debió. Se preguntó cuántas casas de la ciudad acatarían hoy el capricho de sus diseños; y maldijo su incapacidad anticonceptiva y la oscura ferretería de su suegro.
También se preguntó cuánta gente hubiera sentido esa felicidad repentina que se da en las canchas, cuando una pelota arrulla en la red, de no haber acatado el capricho herético de dejar el fútbol. Finalmente maldijo a Carla y el día en que la conoció, y creo estar seguro que su maldición también me alcanzó.
Copio textualmente el final de la carta:
Antes de despedirme quiero que conozcas la razón que justifica los días que estoy viviendo: Una mañana me levanté, y el espejo me devolvió la imagen de aquél viejo, no se si te acordarás, que dejó caer un billete de dos pesos que no servía porque estaba escrito. Fue en Plaza Flores. ¿Te acordás lo que decía ése billete? Si, como no te vas a acordar. Bueno, esa advertencia estaba mal, era errónea, así que yo la voy a enmendar. Tengo un plan”.
Dicen que fatigó sus últimos días buscándose en un banco de la plaza intemporal y que finalmente se halló una tarde, solo y abstraído. Para enmendar la terrible injusticia cósmica, actuó de idéntica manera: dejó caer un billete en el suelo y se perdió presuroso hacia el fatídico paso a nivel de Fray  Cayetano.
En el mismo instante en que el tren frenaba inútilmente, el otro Luciano, el pequeño, él mismo, abría el billete y leía:

LA HERMANA TAMBIÉN


                                                                                                    FIN




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