Todo
empezó allá por el 58. Era verano. Luciano y yo estábamos sentados
en un banco de Plaza Flores, sin pensamiento y casi sin sabernos uno
al lado del otro (como dos buenos amigos), cuando vimos a un hombre
de una aseada pobreza aproximarse con paso decidido. Tendría unos
setenta años.
Al
pasar frente a nosotros aminoró el paso, nos miró fijamente y dejó
caer un billete de dos pesos. Sensibles a esto intentamos advertir al
viejo de su distracción, pero éste apuró el paso y se alejó
presuroso por Fray Cayetano hacia el paso a nivel.
Algo
perplejos por lo risueño de la escena, nos dirigimos a un almacén a
dilapidar nuestra amena fortuna; pero el almacenero nos devolvió el
billete aduciendo que éstos no se aceptaban si estaban escritos.
Efectivamente, al mirarlo bien notamos una terrible inscripción:
ELVIRA
VA A ARRUINARTE
Luciano,
mucho más sensible que yo, creyó advertir una singular advertencia
hacia su persona, según me confesó. Esa noche soñó con el viejo,
y su rostro que se nos había desdibujado, esta vez, le resultó
familiar. Escalofriantemente familiar.
Mi
amigo era uno de los mejores promedios del colegio; solo su pánico
escénico le vedaba el podio de los abanderados (en más de una
ocasión lo he visto ir a menos en los exámenes).
Poseía
además una zurda algebraica con la que solía describir parábolas
infinitesimales en los ángulos de los arcos contrarios. Un día,
Atlanta lo vio y ya no lo contamos más en los picados.
Las
aulas y los potreros son, nadie lo ignora, entidades antagónicas:
según la filosofía que sostienen en algunos barrios, quien tenga un
diez en Matemáticas difícilmente ostente el mismo número en una
camiseta. Sin embargo, ésta regla irrefutable aunque insuficiente,
ejerce también sus excepciones; y Luciano era, a no dudarlo, una de
ellas.
Para
estos géneros excepcionales la vida les reserva la felicidad de un
próspero futuro. Solo el amor de una mala mujer puede torcer ese
destino de manera irremediable. Y Luciano tenía una terrible
falencia: las mujeres lo intimidaban y provocaban la debacle de su
carácter.
Cierta
vez en un baile, consumí la noche entera tratando de convencerlo de
que las miradas de dos morochas paradas en un rincón del salón,
habían desbordado la insinuación, templando la inminencia de un
montaraz abordaje. Tras agotar pronósticos de rechazos y presagios
de indiferencia, arrastré a Luciano ante esos dos ángeles de tez
cristalina y una vez ante ellas, profeticé que la brújula de
nuestros corazones indicaba que ésa misma noche habríamos de
encontrar el norte en el océano de sus ojos. Las súbitas y tímidas
sonrisas me alentaron a preguntarles los nombres, entonces la
menos hermosa dijo:
-
Yo soy Carla y ella mi hermana Elvira.
Al
oír el último nombre pronunciado, Luciano cogió de la mano a Carla
y la llevó casi flameando hacia la pista de baile. Yo no salía de
mi asombro: jamás pensé que Luciano podría actuar así con una
chica.
Inevitablemente
quedamos Elvira y yo cara a cara y entonces, con un ademán del siglo
XVI, la invité a que siguiéramos los pasos de la emocionada pareja.
Lo
único que puedo agregar de aquélla velada es que la alborada me
sorprendió rozando los labios de Elvira, y anhelando que Luciano
estuviese en una situación similar.
Por
aquellos días, nuestras carreras universitarias (Arquitectura él,
Letras yo) se devoraban nuestro tiempo, y nos veíamos realmente muy
poco; pero después de aquella noche nuestros encuentros fueron
nulos. Todo lo que sabía de él lo hacía a través de su madre, que
se sentía desconcertada por el comportamiento de su hijo a partir de
su noviazgo con Carla. Por ejemplo, no se explicaba cómo había
abandonado el fútbol:
-
Justo cuando se lo querían llevar de Independiente- renegaba su
padre. (En mi opinión, el hecho de privar a un padre ver convertirse
a su hijo en un Crack, merece un lugar entre los nueve círculos
dantescos. Y no menos).
Esa
fue la primera influencia nefasta de Carla sobre Luciano; pero jamás
se lo hice saber.
El
día que me trajo la invitación para su casamiento, me contó con
alguna opacidad en su voz del imprevisto embarazo, del abandono de
Arquitectura y de que el lunes empezaba a trabajar en la oscura
ferretería de su suegro.
Dios
sabe por qué hace las cosas, y en ciertas oportunidades nos permite
acercarnos a la comprensión de sus cifrados hechos (nunca a su
Divino y Misterioso Obrar). Tales fueron mis reflexiones al enterarme
de la pérdida del embarazo de Carla; para lo que vino después, no
hallé consolación: a los pocos años de matrimonio, tras
confirmar una sospecha de infidelidad, Luciano esperó a Carla en su
casa y sin medir palabra, la mató.
Ante
el juez no mostró culpa ni arrepentimiento: alegó que el amor que
lo unía a su esposa le vedó otros caminos, y que el perdón es un
asunto que debe tratarse con Dios únicamente, por lo que había
propiciado el encuentro entre ambos…
Me
pidió que jamás lo visitase en su encierro, lo que consentí con
aflicción; lo mismo le exigió a su madre. Su padre fue el único
que me tuvo al tanto de su decadencia; cuando éste buen hombre
murió, Luciano se transformó en un paria. (Aunque creo que todos,
de alguna rendida manera lo somos).
Muchos
de nosotros permitimos con abnegada indulgencia, que se haga de noche
en nuestras vidas y que la penumbra nos gane el alma. Nos place
quedar a oscuras tanteando las figuras ausentes lejos del velador, o
reconstruyendo las últimas imágenes de un amor. Y tal vez lo
hacemos porque no nos damos cuenta que al fin, nosotros también nos
hemos quedado ciegos.
Y
le tememos al mar y nadamos cerca de la orilla. Pero sabemos que se
acerca el momento en el que una ola nos tapará para siempre y se
llevará hacia la costa de los olvidos, nuestros mejores
recuerdos.
Para
aquéllos desatentos a estas sensibles cursilerías literarias,
simplemente diré que he envejecido.
Hoy
tengo setenta y cuatro años y he relatado hechos que inevitablemente
han corrido el albur de distraerse en tintes sofísticos; tales son
las consabidas licencias de una memoria permeable.
Ahora
bien, no hubiese contado nada de esto a no ser por el hecho de tener
hoy en frente, una carta de Luciano. La recibí hace dos semanas y
describe, desde una pensión de Balvanera, con la lenta caligrafía
de la que adolecen los que ya no esperan nada, los días que le tocó
vivir en oscuridad y silencio; del insípido remordimiento que lo
visitó algunas noches dilatándolas vanamente, porque el tiempo
pierde el sentido de variar.
Adivinó
que la soledad nunca es una sola y que el recuerdo, lejos de
acompañar, recrudece. Sospechó tras oscuras cavilaciones que si
bien Dios existe, es la Nada…
Recorrió
los serenos pasillos en los que deambula la memoria y abrió puertas
que nunca debió. Se preguntó cuántas casas de la ciudad acatarían
hoy el capricho de sus diseños; y maldijo su incapacidad
anticonceptiva y la oscura ferretería de su suegro.
También
se preguntó cuánta gente hubiera sentido esa felicidad repentina
que se da en las canchas, cuando una pelota arrulla en la red, de no
haber acatado el capricho herético de dejar el fútbol. Finalmente
maldijo a Carla y el día en que la conoció, y creo estar seguro que
su maldición también me alcanzó.
Copio
textualmente el final de la carta:
“Antes
de despedirme quiero que conozcas la razón que justifica los días
que estoy viviendo: Una mañana me levanté, y el espejo me devolvió
la imagen de aquél viejo, no se si te acordarás, que dejó caer un
billete de dos pesos que no servía porque estaba escrito. Fue en
Plaza Flores. ¿Te acordás lo que decía ése billete? Si, como no
te vas a acordar. Bueno, esa advertencia estaba mal, era errónea,
así que yo la voy a enmendar. Tengo un plan”.
Dicen
que fatigó sus últimos días buscándose en un banco de la plaza
intemporal y que finalmente se halló una tarde, solo y abstraído.
Para enmendar la terrible injusticia cósmica, actuó de idéntica
manera: dejó caer un billete en el suelo y se perdió presuroso
hacia el fatídico paso a nivel de Fray Cayetano.
En
el mismo instante en que el tren frenaba inútilmente, el otro
Luciano, el pequeño, él mismo, abría el billete y leía:
LA
HERMANA TAMBIÉN
esta bueno.
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