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jueves, 11 de octubre de 2012



      UN ACUERDO RAZONABLE



Se encontraba el Rey de los monos descifrando el comportamiento del
hombre
Cuando al fin consiguió dominar su lenguaje, fue a visitarlo junto
con otros setecientos monos, y le dijo pausadamente y en perfecto
castellano:
- Hombre, estoy listo. Ya puedo hacer tratos contigo.
- Muy bien – contestó éste otro – dime que tienes para ofrecer.
El Rey de los monos hizo un ademán y a sus espaldas, en donde estaban
los otros setecientos que habían venido todos vestidos del mismo
color, comenzaron a cantar una canción. Luego otra, después otra y otra
más hasta el hastío del hombre, que los hizo callar. Luego les dijo:
- La ley no permite que los hombres hagan tratos con los monos, mas
nosotros tendremos éste en secreto: ellos trabajarán para ti y tú
trabajarás para mí…
- Entiendo – dijo el simio – ¿y tú qué nos darás a cambio?
Y el hombre respondió:
- Entradas para todos los partidos.



El Viaje de Julio Pontoriero



Un lunes de Abril de año dos mil siete, se desató el horror en la Universidad Tecnológica de Norris Hall: un estudiante de veintitrés años llamado Cho Seung Hui, masacró a treinta y dos personas y se suicidó. Varios de los estudiantes sobrevivientes describieron cómo Liviu Librescu, un profesor de setenta y seis años, usó su cuerpo para bloquear una puerta frente a Cho para que ellos pudieran escapar de la clase saltando desde una ventana en un segundo piso.
Librescu murió acribillado.
Si Dios me diera la oportunidad de elegir las circunstancias de mi muerte –anhelaba Julio Argentino Pontoriero desde una cama del hospital Piñero- me gustaría que sean ésas…como un héroe.
Él también era profesor, tenía cincuenta y dos años y la vida lo había hecho enviudar en tres oportunidades (perder una esposa puede ser una desgracia; perder tres, ya parece ser un descuido). No tenía hijos y detestaba la paternidad
Su hermana era la única pariente, a la que sólo veía en las fechas de cumpleaños y durante las fiestas, oportunidad que ambos festejaban en una quinta en la localidad de Jáuregui.
Su padre había muerto a causa de la rotura de un aneurisma y su madre de una septicemia; ambos en el hospital. Hoy, insospechadamente, su mismo escenario representaba un posible y análogo destino…
Desde hacía unos años, Julio sufría unos fuertes dolores de cabeza, que se habían acrecentado en los últimos tiempos. Una noche se extendieron insoportablemente hasta la madrugada, y un taxi lo dejó en la guardia del hospital Piñero.
El mapa de su cerebro declaró la presencia de un tumor que requería una intervención quirúrgica urgente.
Prescindiendo de eufemismos, los médicos le hicieron saber los verdaderos riesgos a los que estaba expuesto, y si bien en Julio no había lugar para la esperanza, tampoco permitió que el temor tuviese algún espacio.
Ya en la sala de operaciones, dejó errar su mirada sobre la doliente blancura de las paredes y tuvo algunas reflexiones asombrosamente lúcidas:

La principal causa de la mezquindad de su presente, no era otra sino el escaso esfuerzo por ser feliz. Tras la muerte de su tercera esposa se había refugiado en los umbrales de un romántico ascetismo.
En su sonambulismo docente abrigaba la esperanza de protagonizar un acto de heroísmo, emulando alguno histórico o literario.
Desde un ángulo superior del quirófano, una visión extracorpórea le permitió ver las ruinas del hombre que ansiaba aquélla suerte de Librescu, pero que nunca se había atrevido a nada en la vida, sometiendo sus días a la vacuidad del que renuncia exánime y erra por las aciagas cornisas de la locura.
Cuando entraron los cirujanos, comprendió que la visión era un símbolo: debía morir un hombre para que naciera otro, y confiaba en que la vida le diera una oportunidad; por primera vez, la fe lo visitaba.
La oportunidad la aprovecharía desde el momento en que su salud le permitiera ir a la quinta de Jáuregui a planear su nueva vida. Primero, procuraría el amor de una mujer y tal vez adoptaría un hijo; luego se acercaría a los viejos amigos, a los nuevos alumnos… Se haría de un unicornio como mascota, aunque tenga que ingeniárselas para limarle el peligroso cuerno saliente de entre sus ojos y tratar de disimular los lunares violáceos del lomo (éstos últimos pensamientos ya estaban evidentemente en las jurisdicciones de la anestesia).
Lo mejor hubiese sido cortar el relato en éste punto, dejando entrever que felizmente dicho cambio se producía, para luego sugerir, no sin alguna violencia, la estupidez de que todos podemos cambiar hasta en el último momento de nuestras vidas. Pero lo que en verdad ocurrió fue mucho más apoteósico y merece al menos alguna atención; lo cual no significa que pueda llegar a conmover.
Tres días después, de acuerdo a lo íntimamente pactado en la sala de operaciones, atildado en un espléndido traje azul, con una breve valija a cuadros en su mano derecha, Julio Pontoriero se trepaba a uno de esos vagones que tienen los asientos enfrentados, de un tren que llevaba con destino final Mercedes; lo dejaría en “La Chapiru”, la quinta en Jáuregui. Telefoneó a la casa de su hermana para avisarle de todo lo ocurrido en los últimos días, pero no la encontró. Al llamar a su trabajo, le informaron sin amabilidad de una licencia que había solicitado, por lo que dedujo que la encontraría en la quinta.
Julio había escogido las reliquias de la tarde para viajar; acaso porque le permitía gozar del cobijo anónimo de la oscuridad en su arribo; acaso porque anhelaba ver el oeste desangrarse en colores misceláneos.
Trató de recordar al poeta que había escrito que el oeste es “el callejón final con su poniente. Inauguración de la pampa. Inauguración de la muerte”. Se sentía animado y de buen humor. Cuando el tren arrancó notó que el solitario vagón se había poblado con impertinencia. Miró a la gente: en cada una percibió la indiferencia. No saben - se decía- no pueden saber por lo que he pasado. Y simplemente se dejó viajar.
Intentó ordenar sus pensamientos y prioridades, designios que postergó; prefirió leer el diario. Se detuvo en la foto de una niña de once años que había desaparecido en Quilmes hacía unos días, y recordó el heroico acto de un vecino que había logrado rescatar de una casa en llamas, a una niña de la misma edad.
El arrullo mecánico del vaivén del tren lo encomendó a las bondades de un sueño liviano. Lo regresó a la vigilia el enérgico reproche de un padre hacia su hijo mientras se sentaban justo frente a él.
Julio notó con alguna molestia, la manera en que el padre, en postrimerías del invierno, había abrigado excesivamente al pequeño: un gorro negro de lana y una bufanda también negra, que sólo dejaba espacio para una azul letanía de unos ojos mínimos. Tal vez esa molestia se debía al verse reflejado en el niño, pues él también a esa edad tuvo que soportar idénticas costumbres por parte de su madre.
Cuando el tren dejó atrás la estación Lezica y Torrezuri, Julio regresó a la frágil somnolencia. Al llegar a Lujan, el alboroto de la gente descendiendo lo despertó, condición que decidió conservar pues la próxima parada era la suya. En realidad, bajar en Jáuregui o una estación después resultaba lo mismo: “La Chapiru” equidistaba de ambas estaciones.
Se rehizo en el asiento y observó con serena satisfacción, la forma en que el vagón, valiéndose de lentos recursos, había recuperado esa armonía con la que había partido. La noche aportó el concilio de luces y de sombras y el paisaje entero logró ponerse nuevamente en movimiento.

De pronto, el estupor ganó el alma de Julio Pontoriero: despojado del gorro de lana y la bufanda, la cara del niño sentado frente a él resultó ser el de una niña. ¡La niña extraviada en Quilmes cuya foto había visto en el diario! Quiso cerciorarse y volvió precipitadamente a dicha página. Ahora dudaba; y es que el presente feliz que había captado la cámara en aquél momento (lucía una amplia sonrisa acaramelada), se contraponía al triste presente que sosegaba su viaje.
Julio cruzó unas miradas con el supuesto padre en quien siquiera había reparado; la vileza que le devolvieron sus ojos lo convenció de la imposibilidad de cualquier parentesco con la niña; evidentemente, estaba siendo secuestrada.
Fue entonces cuando el héroe que habitaba en las entrañas del profesor, sintió que su oportunidad había llegado.
El tren redujo su velocidad, señal de que Jáuregui, su parada, estaba próxima. Al bajar acudiría presuroso a la policía y daría aviso del delito. Así de simple resolvería un asunto pendiente con el destino.
El acto compendía con exactitud las posibilidades (e imposibilidades) de su escueto físico, sus limitaciones éticas y también el lacónico compromiso con el prójimo.
Con aire resuelto tomó su valija y pidió permiso, miró a la niña y al impostor, y al pasar por delante de éste oyó las palabras que obligaban a cambiar todo el plan:
- Si abrís la boca la degüello acá mismo…
Julio reconoció en la gravedad de la voz un tono orillero que invitaba a tomar en serio aquéllas palabras; pero no se dio por aludido y se mostró indiferente, postura que debió abandonar ante la disimulada exhibición de un facón en el lado izquierdo de la cintura del secuestrador. (En realidad, Julio nunca vio el facón, lo adivinó).
Caminó hacia uno de los extremos del vagón y se detuvo ante las escalerillas de la puerta. Acertó al sospechar que aquél hecho de haber vuelto abruptamente las páginas del diario que exhibía la foto de la niña, lo había delatado para siempre.
Antes de que el tren se detenga, saltó al andén y continuó con paso pausado; dilató el abandono de la estación hasta lo imposible, buscando en los gastados tablones que crujían bajo sus pies, un nuevo plan. Ahora había que resolver personalmente el caso.
Durante todo aquél tiempo, se sintió observado.
Lejos, a sus espaldas, la locomotora silbó anunciando su partida; ese silbido fue para Julio un grito de auxilio, e intempestivamente se lanzó a correr detrás del tren que había ganado velocidad, logrando no sin un gran esfuerzo colgarse del último vagón y entrar en él.
Mientras se alejaba miró la valija de la que se había visto forzado a desprender durante la carrera, tirada en el andén. Y también observó con ajena ternura, al hombre que se había quedado junto a ella. Era él, era su pasado.
El que ahora estaba en el furgón viajando como un polizonte, ya era otro: un Julio resuelto, comprometido a hacer justicia.
Se sabía buen orador y con gran poder de persuasión; también se sentía con coraje suficiente para enfrentar a aquél hombre y hacerlo claudicar en su infame propósito.
Dos razones elocuentes lo hicieron desistir de estas amables intenciones: una, el villano estaba parado frente a la niña abrigándola (ocultándola), señal de que en la próxima estación bajarían; ergo, no había tiempo de desarrollar la oratoria. Y dos, y tal vez ésta razón anulaba la primera: la naturaleza había dotado a aquél sujeto de una osamenta que, de juzgarlo conveniente, le permitiría dirimir cualquier asunto a su favor mediante el directo contacto físico. Tampoco parecía contar con una buena predisposición para escuchar sermones, llegado el caso.
Julio lo espiaba con recelo; esperaba el paso en falso que le permitiera arrebatarle a la niña sin ponerla en peligro.
Junto a ellos había unas seis o siete personas; algunas de ellas conversaban entre sí. Al bajar, se dirigieron a la parada de ómnibus sin advertir que “el padre y su hijo” se encaminaban hacia un descampado en dirección opuesta.
Julio esperó que el tren retomara su marcha y antes de abandonar la estación, saltó. Luego, prolijo en la persecución, advirtió con horror que ambos se dirigían por un camino entre los pastizales hacia una casa pobremente iluminada de la que llegaban unas risotadas. Si lograban penetrar en ella, la causa se había perdido irreparablemente.
De pronto, surgió la oportunidad: El bravucón soltó a la niña para encender un cigarrillo y Julio, sin medir consecuencias, corrió como un toro o un tigre y se abalanzó sobre el pesado sujeto. En tanto, la niña se había echado a correr a puro grito hacia la estación (tal vez encontrara aún en la parada del ómnibus a aquéllas personas; de cualquier modo, lejos ya de la patética escena, podría decirse que se encontraba a salvo).
Del entrevero desigual entre los cuerpos surgió un disparo. En la casa cesaron las risotadas.
Julio supo al instante que la detonación que había sufrido en su vientre, era mortal. Irremediablemente moriría esa misma noche.
Lo aceptó con terror antes que con resignación.
Luego de que su asesino, en medio de injurias que Julio ya no escuchó, se lo quitara de encima como un saco harapiento, se preparó para la descarga final. Pero eso jamás ocurrió, sino que vio como iniciaba su huida en dirección a la casa. Y ya más nada importa saber del cobarde criminal.
Julio quedó de cara al cielo oblicuo, mirando lo que las desfavorables estrellas le auspiciaban para esa misma noche. Encuentro perfectos los siguientes versos de Yeats, para describir aquél momento:

Ni el temor ni la esperanza
asisten al moribundo animal,
en tanto al hombre que aguarda su fin
lo acompañan todas las amenazas e ilusiones:
multitud de veces se extinguió su vida
y con el mismo hálito la sintió renacer.
Cuando afronta la mano asesina de su prójimo
con el orgullo altivo de ser excepcional,
el hombre advierte que le crece el desprecio
por lo que es una mera cesación de aliento.
Tanto ha convivido en intimidad con ella
que al cabo llegó a crear la muerte.


Se negó a aceptar aquéllos pastizales como nicho sepulcral y tampoco quiso que el umbral de su eterno descanso fuese una sombría sala de hospital; ya creía haber sorteado ese designio.
Entonces, apretó con su mano derecha la herida y sintió la sangre tibia regar sus dedos entumecidos. Se reincorporó, y soportando un dolor desconocido se encaminó hacia “La Chapiru” donde su hermana se horrorizaría de verlo en tal situación; el camino lo conocía de memoria, mil veces lo había andado de niño.
Se pensó un valiente. Se supo un valiente; y si bien no había tenido una vida excepcional, la razón de su muerte si lo sería.
Con un mínimo de aliento, reconoció el aroma de los eucaliptos de “La Chapiru”.
Poco menos de una docena de autos en su entrada, fueron la primera de las sorpresas que aquélla noche le depararía. Supuso una fiesta, pero la desestimó al instante por la ausencia de música (y agradeció que tal situación no se haya representado). Por el contrario, la quinta se desgarraba en un lóbrego ceremonial. Decididamente, aquél era un velatorio; reconoció a su hermana a los pies del féretro.
Al entrar a la sala, nadie de los allí presentes reparó en su avance ni en su asistencia.
Julio no llegó, no necesitó llegar hasta el féretro para saber que al que estaban velando era a él; que el muerto era él y que su muerte se había pronunciado imperfectamente en aquél quirófano del hospital Piñero.
Se preguntó por ése montón de irrealidades que acarreó desde aquél momento, y por los espíritus sombríos que lo habían acompañado en aquél viaje.

Distintas cavilaciones que aún no he abandonado, me han derivado (no se en verdad con que suerte) hacia una explicación de lo ocurrido. Aunque la sospecho exigua, aquí la rescato: Si Dios no se permite cambiar los hechos que ocurrieron, y en cambio sí puede trocar en la memoria de los hombres el recuerdo que éstos tengan de lo sucedido, nada cuesta imaginar entonces que haya transformado el anhelo de un muerto en un periplo espectral.
Análoga suerte intuyo, corrió Julio Argentino Pontoriero que al morir en el quirófano, tuvo un último sueño que Dios representó en una antesala de vigilias póstumas.
Finalmente, presenciando su propio velatorio, supo con exactitud la inevitable forma de su destino.
A mi poco me ha costado; no se cuánto le costará a él, consumar su fantasmidad.
Julio retira la mano de su vientre. Nota, sin asombro, que ya no sangra.


FIN

martes, 4 de septiembre de 2012


LA QUIETUD DE SARA



¡Sara, ¿que hiciste Sara!?” es lo primero que va a decir cuando entre. Pero yo no voy a estar, o mejor dicho, voy a estar lejos y quizás no regrese. Así va a aprender ése desgraciado, se va a llevar el susto de su vida, vas a ver. Pero no, no es que no te quiera, lo que pasa es que…ya sé, ya sé que se lo iba a decir en éstos días, pero hoy no Inés, ¿que se te puso en la cabeza de que tiene que ser hoy?, dejame que lo maneje yo mejor, no me presiones, sabés que no me gusta que te pongas pesada con ése tema, o a lo mejor no vuelvo más y me quedo acá tirada unos cuántos días hasta que me encuentren…que sé yo, ya no me importa, da igual; todo me da igual: la vida, la muerte, todo; y si me muero mejor, total para vivir así… Esto no es vida, es una desgracia, una pesadilla de porquería. Pero se acabó. Hoy se acabó. No me joden más éstos dos; ni él ni la desgraciada ésa de Inés que se hacía la amiga y mirá.
Dame un mate más y me voy que se me hace tarde; Sara ya debe estar haciendo la comida, y si no llego y se le enfría empieza a los gritos; bah, siempre empieza a los gritos, si no es por una cosa es por otra; pero siempre a los gritos.¿Y ahora que te pasa a vos?, dale che, no seas tonta, mañana no puedo; sabés que los jueves se me complica, pero el viernes vengo tempranito a la tarde. A eso de las seis por ahí ya estoy acá. Pasáme el sobretodo que afuera debe hacer un frío bárbaro, y ahora hay que ver si arranca ésta batata. Chau Inés. Yo también.
¡Qué idiota soy yo también, qué idiota! Y pensar que fui yo quien los presentó, ¡qué idiota! Pero, ¿qué me iba a imaginar que ésta zorra se iba a fijar en mi marido?; si ella quisiera podría tener a alguien más joven inclusive… Pero no, tenía que arruinarme la vida nomas, porque no hay otros hombres en el mundo. No, tenía que ser mi marido. Tiene razón Inés, soy un cobarde, le tengo miedo a Sara. Pero ¿qué le voy a hacer?, no puedo sentarme a hablar con ella y decirle, en buenos términos: “Mirá Sara, esto ya no va más”, porque eso ya lo sabemos los dos desde hace tiempo, y nunca nos importó. Lo que pasa es que ahora está Inés de por medio y… Pero no, no puedo, yo conozco bien a Sara y es capaz de hacer cualquier cosa, cualquier locura si se llega a enterar … “Terrero 544 planta baja 2. Pago con veinte, ¿cuánto va a tardar?, ¿veinte minutos más o menos? Bueno gracias.” Todas las noches lo mismo, ya estoy cansada. Llega la hora de cenar y me agarra esa angustia… Soy una estúpida cuando me pongo a pensar que un día de éstos se lo va a decir y se va a venir a vivir conmigo; que a la noche ya no se va a ir más y yo le voy a preguntar:”¿Amor, que querés de cenar? Y él me conteste distraído cualquier cosa, y entonces yo voy a volver a cocinar como antes y nunca más la soledad, y esta depresión y la rotisería esa de mierda que te arranca la cabeza por una milanesa con papas fritas…
¡Pero si está cortada Triunvirato, ¿por qué no avisan?! No ponen un cartel ni nada. ¡Mirá que despelote es esto, no me voy más de acá…! Bah, no se para que me apuro a llegar a casa si a la larga es para hacerme mala sangre nomas: las preguntas de siempre, los reproches de siempre, la estupidez sin sentido de todos los días.
No se por qué no me animo de una vez por todas, y le digo a Sara las cosas como son y chau; que haga su vida, yo la mía y nos ahorramos de seguir ésta tortura que nos va quitando las ganas de vivir, de comer, de mirar tele, de salir de vacaciones, de pasar las fiestas… después de todo no estamos casados, ni tenemos hijos... Nada en común, nada. A ella se le complicaría porque tendría que salir a buscar trabajo, y de qué va a trabajar si no trabajó nunca. ¡Dale che, no ves que no anda el semáforo… poné la trompa y metete…! Lo que pasa es que son doce años de convivencia y aunque parezca mentira, eso pesa a la hora de tomar decisiones así. Uno no puede llegar un día y mientras toma unos mates decirle: “Querida, te dejo, me voy de casa”. No, esto hay que ir preparándolo de a poco y ya es hora de empezar a hacerlo: no vaya a ser cosa que Inés un día se canse y me deje. Ella es joven y hermosa, no tardaría en reemplazarme…
Pero no me voy a dar por vencida. Seré una estúpida pero nunca claudiqué en mi vida y no voy a hacerlo justo ahora. El amor de Ignacio ahora me pertenece; no me puedo quedar de brazos cruzados a esperar que un día él tome el coraje necesario y enfrente la situación como se debe. Si le tiene miedo a Sara, yo no. Y ahora mismo la voy a llamar por teléfono y le voy a contar todo y que sea lo que Dios quiera. Si no supo darle lo que Ignacio necesitaba, yo no tengo la culpa; él esta conmigo porque yo sí sé lo que él quiere y se lo doy. No siento el menor remordimiento en hacer lo que hago. No señor.
Es raro que no conteste… suena, suena y parece que no hubiera nadie. Pero si ella a esta hora siempre esta. Ignacio no debe haber llegado todavía…
Es raro, ya no siento las piernas, ni los brazos, ni tengo fuerzas para abrir los ojos siquiera. Pero estoy cómoda, sin dolor y siento que me alejo… La verdad es que nunca en la vida me sentí mejor; ahora entiendo por qué tanta gente anda en esto de la droga. Nada más el frío del piso de la cocina me está helando la cabeza, y es tan duro y blando a la vez; ni el frasco de pastillas siento entre los dedos; el frasco vacío digo... Lamento tanto no poder ver la expresión de Ignacio cuando me vea acá tirada… Va a ser muy distinta a la que tenía hoy a la tarde cuando salía del hotel muy juntito y a los besitos con ésa zorra de Inés. Pero con éste susto se van a curar vas a ver. Ésa no se va a acercar nunca más a Ignacio, porque ya va a saber de lo que soy capaz de hacer.
Y al fin dejó ese teléfono de sonar. Hacía rato que venía sonando. ¿Quién sería? Ahora siento que me hundo más y más ¿es que éste pozo no piensa tener fin? Voy a tratarla con indiferencia, como si sus gritos y reproches no me afectaran, y así va a empezar a sentir la verdadera distancia que hay entre nosotros. De lo fría que se ha vuelto nuestra relación. Voy a decirle “hola” así nomas y me meto derechito en la cocina a cebarme unos mates antes de comer. ¿Dónde carajo puse las llaves…? ¡Pero Sara, ¿que hiciste Sara?!



SI LO PREFIERES, PUEDES DEJARME UN MAIL EN: danielcoletta58@yahoo.com.ar
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sábado, 5 de mayo de 2012

EL CÍRCULO DE PALO SANTO


                           
 Irse de Palo Santo no era una opción. Nunca lo fue, ni tan siquiera albergó los favores de la ambigüedad; fue, sin objeciones medievales, una sentencia inapelable; el dictamen de un destino que, en pieles de verdugo, vino a darme la extremaunción a los nueve años, mirándome fijo a los ojos y venciéndome.
Dos días después de haber cerrado el aserradero, mi papá sin trabajo y yo, envuelto en una fiebre, nos embarcamos en un tren a Buenos Aires, dejando atrás a mamá y a la pequeña Vera en casa del tío Osvaldo que era policía… o algo así. Antes de partir quedó mezclándose en el aire de Palo Santo, la promesa de que a más tardar un año si las cosas marchaban bien...Nos abrazamos todos y entre lágrimas partimos.
El tedio nos acompañó hasta Rosario y a partir de allí, la inercia con la que se contempla todo lo nuevo o lo urgente.
 En Retiro nos esperaba Mario, hermano mayor de mamá. Su hospitalidad fue casi oriental; la austeridad en el trato y un mal humor que nunca se molestó en disimular, no fueron razones suficientes para no tener de él otra  impresión que la de un buen hombre.
La Puerta Del Sol” era una optimista casa de comidas en Palermo Viejo, cuyas empanadas criollas constituían una verdadera obra de culto; en cuanto papá contribuyó en la cocina de las devociones, nos mudamos a un hotel que si bien no era el palacio de Nabucodonosor, había entre ellos cierto aire de contemporaneidad.
Todo sucedía en una forma vertiginosa y favorable; y así se lo hicimos saber a mamá mediante una carta que no tardó en responder y en la que intentaba convencernos de que ella también se encontraba bien, salvo por la pequeña Vera, cuyos ojos conservaban aún la tristeza de la despedida... En una segunda o tercer carta, mamá comenzó a darnos a entender que no estaría dispuesta a enrocar el sereno brillo de las estrellas de Palo Santo por el crepitar de los neones de Buenos Aires; ni a negociar sus siestas y pacientes ocasos por el rumor obstinado de una ciudad que nunca duerme.
Fue entonces que papá entendió que el nuestro había sido un viaje de ida solamente. Ya el Nabucodonosor la aguardaría en vano; ya Palermo se aprestaría lujurioso a enamorarlo con las damas de sus bares; a albergarlo en sus calles y  bajo sus cielos; a perdonarle todos los pecados y desaires humanos y a consentirle la noche... En cuanto a mí, sentía partírseme la vida como el hielo delgado.
Dos años pasaron a la velocidad de uno. La idea de iniciar mis estudios secundarios en Palo Santo había hecho nido en mis pensamientos; más, cuando ésos pensamientos ya eran una decisión, nos llegó desde el pueblo una noticia que nos congeló el alma: un fuego en la madrugada había acabado con la casa y la vida de mamá y la pequeña Vera; también con la del tío Osvaldo... Nadie supo cómo se inició; todo el pueblo se fundió en la confusión. Pero las cenizas eran certeras.
Papá me dio la noticia sentado en el borde de su cama y con la  mirada  extraviada en el empapelado floreado; las manos sobre su cabeza bajaron lentamente hasta cubrir sus ojos, permaneciendo así un largo rato. Una penumbra rembrandtesca se había apoderado del cuarto y de nuestro ánimo; como un residente sombrío, el terrible sentimiento de la culpa  le había ganado el alma. Jamás volví a ver a un hombre llorar con tanto desgarro.
 Hubo noches en que el reproche devoró sus silencios y madrugadas anárquicas que dinamitaron sus temores; así fue que decidió dejar todo el asunto en manos del alcohol. Yo, menos pragmático, comencé a cuestionarme nociones de orden religioso, verbigracia: si no es éste un Universo piloto, un gran simulacro cósmico en el que Dios está ensayando su divinidad... Hay muchas, demasiadas cosas sin explicación…
 Cierta noche tuve el siguiente sueño: " Un hombre muy viejo pero de aspecto jovial, de ojos grises intensificados hasta un azul crepuscular, me negaba la posibilidad de viajar a través del tiempo y cambiar los hechos; sin embargo, se ofrecía a distraer por un instante al guardián del Gran Libro que contiene todos los recuerdos de los niños, para permitirme volver a la tarde de la despedida en Palo Santo, y quedarme con la página de aquel abrazo". Cuando desperté en la mañana ya no me dolía el alma, ni le temía a la oscuridad  ni a quedarme solo. Y había una lágrima dulce en mis labios y un "relámpago triste" en mis ojos que ahora, miraban como los de un hombre.
Los días ulteriores encapsularon la realidad. Los tiempos libres los consagré al estudio que concilia al arte con mi pasión por los animales: la taxidermia.  Terminé el secundario y ensayé un terciario, pero papá enfermó y tuve que ayudarlo en la cocina de la  "mística” casa de comidas; fue entonces, cambiar un uniforme por otro. Mas, cuando los días se parecían a una postal del purgatorio y se enredaban los otoños en mis rodillas, y arrastraba todo ese tedio hacia un cadalso lunático, mi vida se puso de pie para recibir ésa extraordinaria noticia que de boca en boca recorre el Universo; ésa gran razón por la cual decidimos traspasar el umbral divino y nacer: el amor.
Silvia me rescató cuando el año aún es joven; era rubia, de rasgos finos y mirada pacífica. De una ternura casi pueril, su voz y sus silencios pertenecían al rumor de los acantilados.
Nos gustaba caminar los días en que el viento, de mal carácter, nos vedaba el paseo sólo porque interrumpíamos sus ráfagas con nuestros besos. Nos tatuamos el alma con la misma tinta que usan sabios y poetas en sus artes y por supuesto, nos juramos amor eterno...
Siete años tardó mi estupidez en arruinarlo todo: mi imbecilidad la provocó hasta el abandono. Nos habíamos amado tan dolorosamente que luego de presenciar su irremediable ausencia, volví al fango escéptico a mirar desde allí mi vida, de la misma forma en que un ateo disfrutaría de un acto de magia.
Recuerdo que Dante al quedarse sin Beatriz halló consolación en la "donna gentil": la filosofía; yo, inmensamente menos noble en mi actitud, me dediqué al estudio de la fisonomía femenina, recorriendo ésa clase de bares que existen en todas partes. Encontré un rápido reparo en los brazos de Laura, un ángel de rasgos aindiados y ondulado castaño claro. Era cinco o seis años menor que yo. Sostuvimos desde el primer momento un acuerdo implícito que vedaba las preguntas sobre sendos pasados; ya por improbable, ya por no importar... Sólo conjugábamos el presente perfecto.
A veces, después del propicio cruce de nuestros cuerpos, me dejaba asomar a su mundo a través de sus inacabables ojos; ella pensaba que todos, sin excepción, en algún momento de nuestras vidas, en algún sentido nos prostituíamos o manteníamos una estrecha relación con dicho arte; no necesariamente de forma carnal, no en el sentido taxativo: una jueza corrupta no es una prostituta, pero sostiene un parentesco directo... Así, me fue convirtiendo en un habitué de sus caricias y en cada noche al azar que la visité, pareció estar esperándome.

La salud de papá empeoró y me tuve que ocupar de las gestas milagrosas de la cocina en "La Puerta del Sol"; había días en las que apenas si podía levantarse de la cama. Yo escuché pacientemente los  diagnósticos de los médicos, pero las verdaderas dolencias que afligían a  mi padre, las conocía yo únicamente: él no pudo superar nunca la tragedia que nos dejó sin mamá y la pequeña Vera; la pena provocó un tumor culposo en su alma y su conciencia; luego, no supo hallar jamás un lugar en ésta ciudad: Buenos Aires le fue insondable desde un principio y obstinadamente indiferente, lo que laceró como una úlcera, su espíritu provinciano.
Finalmente, una mujer que había despertado un poco de amor en él, lo abandonó a causa de sus estrechas relaciones con la bebida, perpetrando en su corazón una cirrosis terminal.
     Una tarde de Junio, Dios decidió que había llegado el momento de darle a conocer a mi papá El Gran Secreto; entonces, no hubo ya más misterios para él y yo, me quedé solo. Solo como no había estado nunca ni me había sentido jamás; solo en la pobreza cosmopolita de las calles de una ciudad  malhablada; interrumpiendo la  incoherencia de sus esquinas; solo en la insolente soledad de mis silencios.

Fueron aquellos días, ecos de asombros y preguntas; me asomé a algunos libros en los que descubrí el tiempo circular, y que  me dejaron  en la puerta de unas vagas reflexiones: Si toda vida es, singularmente un viaje, todo debe tener su conclusión de manera natural y en el origen mismo del vertiginoso periplo; desatendiendo cualquier capricho temporal. Nada debe quedar abierto ni librado al azar, pues éste es a su vez esquivo y propende a que el hombre equivoque su sino... Todo esto albergó la idea de volver a Palo Santo a cerrar el círculo que había empezado (supuestamente) a dibujarse el día de la partida.
Cierta noche, que no me hará el favor de borrarse mientras viva, juzgué impostergable la compañía de Laura, mi amante filosófica; así que me encaminé  hacia "El Refugio" (así habían acertado en nombrar al lugar).
"- No trabaja más acá -" me dijeron al llegar, y me invadió la misma sensación que se tiene al terminar un buen libro. Para mi suerte, una leal compañera se acercó y en voz muy baja  me dijo:
"- Laura se abrió su propio local, acá tenés -" y me extendió un papel con una dirección. Tomé unas copas con ella y me fui.
Provocado por la calidez de la noche, decidí ir caminando. Laura me recibió en un segundo piso; sirvió whisky y café. Bruscamente le referí lo ocurrido con mi papá y, lejos de molestarse, dijo en complicidad:
"- Cuando era muy chica, mi papá nos abandonó...-". Me acomodé en el sillón vislumbrando la revelación de un secreto. Continuó así:
"- Mi mamá no pudo con el alquiler y nos tuvimos que quedar en la casa de un tío que resultó ser un verdadero hijo de puta.  Al poco tiempo de vivir en su casa, empezó a abusar de mí; mamá no quiso oírme y descreyó absolutamente de todo. Mi tío era policía… o algo así, por lo que todos lo respetaban o le temían".
Laura suspiró,  tomó de un sólo trago lo que quedaba de whisky y luego con ambas manos en el vaso, alzó la mirada y  sentenció:
"- Una noche, la casa se incendió -". Empalidecí. "Mamá y el tío murieron en el fuego y en la misma habitación, lo que confirmó mis sospechas de que eran amantes. Yo pude escapar y me quedé en lo de una vecina que me dijo que era mejor que me creyeran muerta a mí también, de lo contrario me mandarían a un asilo de menores. Obviamente nunca encontraron mi cuerpo, pero era un pueblo en el que nadie anda haciendo demasiadas preguntas".
Teniendo el estómago a veinte centímetros de la glotis, sentí la urgencia de irme. Pero antes, presencié el final:
-Cuando cumplí los diez años, María mi vecina, me envió a una quinta en las afueras; allí crecí junto con otras chicas de mi edad. Recibí poca o ninguna educación y si bien no fui feliz,  al menos ya nadie volvió a abusar de mí. Cuando terminé de crecer, me adiestraron para ofrecer lo que hoy ofrezco… No tuve niñez ni santidad, y alguien ahora se está quedando con mi libertad”.
No recuerdo haber bajado las escaleras y creo que me fui sin saludar. Aquel pacto sobre silencios de pasados había quedado disuelto como el azúcar en el café, o el bermellón de un cielo después de una tormenta. Afuera, una llovizna fue devolviéndome uno a uno los sentidos; dos cuadras adelante, un árbol me maldijo por el vómito. Aun tenso pero calmo, visité en ésa cárcel accidental que es la memoria, cada palabra pronunciada en la horrorosa noche: sentí una repulsión feroz por el tío Osvaldo, y una inmensa pena por Laura y la pequeña Vera. Para ellas tampoco fue una opción irse de Palo Santo.
No era casual entonces que nos hallásemos encontrado pero ¿por qué bajo éstas formas y éstos tratos? ¿Qué clase de oprobioso fin nos tenía reservado el caprichoso círculo? Supuse que las respuestas las hallaría una vez bajo tierra.
 Anduve con el pulso errante entre las últimas sombras que sortea la noche y las primeras que regala la alborada. Finalmente, desfallecí en un banco de Plaza Irlanda; recuerdo que mi último pensamiento (o quizás el primer sueño) fue el de ir a Palo Santo a cerrar el inefable círculo.
Cuando desperté, me hallé envuelto en una fiebre, dos días después de haber cerrado el aserradero.





LA PASION DE LUCIO


No pocos creen que la belleza de una mujer, en su expresión más alta, en su conjugación más sublime, no es otra cosa que voluntad demoníaca; ya que su alma, según dicen, es concebida en las escarpadas gargantas de los avernos.
No se si esto es del todo falso, pero la razón de un hombre puede fácilmente extraviarse y aún condenarse, en los laberínticos encantos de éstos admirables seres.
Vale decir, que nos obligan mediante tilinguerías diabólicas a transitar caminos abominables en pos de una perversa veneración; esta perdición a la que es sometido el endeble espíritu masculino, es de una irreversibilidad tan maligna como notable.
 Harto sutil y complejo es este  tema, soy conciente, pero el asunto al que  concierne referirme no es éste precisamente, del cual el ávido lector podrá obtener  información infinitamente más precisa, en las acabadas páginas escritas por Alejandro Dolina.
Lucio Guimarey se enamoró de Adriana Belvedere desde el primer día del bachillerato que ambos comenzaron a cursar en el Justo José De Urquiza. A la quimera romántica de Lucio no le faltaba justicia: Adriana Belvedere era una petisa arrolladora de ojos almendrados; pero para Lucio era más. Peligrosamente más. Orillaba la divinidad, podría decirse.
A veces, ojeando manuales de Historia o Geografía, señalaba la estatua de alguna divinidad egipcia, o una puesta de sol vista desde una playa mediterránea y objetaba: “Ves, ni siquiera están cerca de la hermosura de Adriana…”
Tales objeciones prologaron cinco años de profuso amor y de locuras llevadas hasta lo impensado.
Lucio Guimarey comenzó la enajenada travesía de la conquista, jugando a ser el admirador secreto de Adriana Belvedere; dejaba versos usurpados a Shakespeare y Girondo entre las hojas de la carpeta de Educación Cívica, flores secas señalando una poesía en el libro de Literatura y poemas truncos escritos en el pizarrón, que eran rápidamente borrados por la profesora de Matemáticas. Cerca de fin de año rebautizó el célebre salón de actos con el nombre de su amada.
Claro está que todas estas loables supercherías románticas hubiesen sido de difícil ejecución, si no imposible, de no haber contado (especialmente en los recreos) con la disparatada complicidad de Guillermo García, mentor de muchas de las gestas y amigo fiel.

Ahora bien, un muchacho de rasgos finos y atractivos, juzgaría innecesarios todos estos esfuerzos; de lo cual deducimos que describir la apariencia de Lucio con sinceridad, nos haría intolerablemente crueles: caminaba encorvado ligeramente hacia atrás, doblando exageradamente las rodillas, y su paso era lento pero también inseguro. Podía adivinarse por su tono de voz cierta ineficacia general, y su dicción adolecía de una nerviosa cacofonía. Tampoco era simpático. Su madre había muerto al alumbrarlo (al dar a luz, quiero decir) y su padre unos años después en un accidente; hijo único, quedó confinado a los azares educacionales de una tía abuela que no lo maleducó.

Adriana se dijo estar viviendo en un hermoso cuento y sospechaba de todos los varones del curso…menos de él: Lucio pasó de ser anónimo a ser ignorado, por lo que barrunto que  todo tendría un desenlace indeseado.
En la fiesta de fin de curso se declaró ante la espantada muchacha como autor material de las arcanas ofrendas a la que su amor lo había sometido  como un  narcótico. Lo que obtuvo fue un quirúrgico rechazo. Esa noche Lucio lloró a escondidas y  en minucioso silencio. También le apostó al destino que ésa chica algún día, se casaría con él.
Pasó unas insulsas vacaciones y comenzó el segundo año del bachillerato, soportando con estoicismo la indiferencia de Adriana, y las copiosas burlas del curso entero. En  tercer año, se convirtió en héroe.
Representó al colegio en un concurso televisivo ejecutando una pieza clásica con verdadera maestría en la guitarra (lo hacía desde los seis años). Valiéndose con un  primer puesto unánime, en el momento en el que le entregaban el premio (una semana en Mar Del Plata para todo el curso) dijo las previsibles palabras: “Adriana, esto lo hice únicamente por vos”. Esto motivó aplausos, ovaciones, lágrimas, expresiones de orgullo, desmayos, fluctuaciones, etcétera. A Adriana no le movió un pelo.
 En cuarto año, Lucio acudió a las artes mágicas; siempre secundado por Guillermo García, fatigaron polvorientos sucuchos de mala hechicería donde adquirieron a un precio razonable, brebajes de vana intimidación. Arriesgaron sus vidas en insondables conventillos en busca del elixir oportuno y se codearon con  brujas, maestros espirituales indocumentados, manosantas aún no recibidos, profetas de barro y otros igualmente ilustres propagadores de la mentira que subyuga a los imbéciles y débiles de espíritu.
   Los resultados fueron los previsibles: puntuales casos de severa idiotez, conocen invariablemente la nulidad y el fracaso. Por ésa razón (o tal vez por otra) Guillermo García dejó penetrar un haz de lucidez en su cabeza, y tuvo la tardía pero brillante idea de convencer a Lucio de que Adriana no era definitivamente una chica para él; sin circunloquios, no ahorró palabras crueles y fue preciso y riguroso en la evocación de jornadas bochornosas que los tuvieron como protagonistas. Tampoco faltaron las lánguidas comparaciones como las relacionadas con el agua y el aceite.
La contundencia no fue absoluta; Lucio Guimarey dejó de perseguir por un tiempo a Adriana Belvedere, pero no claudicó.
A fines del quinto año, al darse cuenta de la vacuidad a la que sometería su existencia el ya no volver a verla una vez terminado el bachillerato, lo aterrorizó. ¿Cómo diablos podría asomarse a un mundo sin ella? Fue entonces que una idea le atravesó la médula: un pacto con el que rige y modera las tinieblas. El emprendimiento sería, decididamente, el más arriesgado de todos; acaso el más genial, aunque no podría precisarse que fuese el último.
 No menos ortodoxa que improbable fue la noción que Guillermo García adquirió a cerca del satánico rito, que exigía tener una higuera como escenario; el interesado devenido en réprobo, debía pararse debajo de ésta un veinticuatro de Diciembre a la medianoche exacta, completamente desnudo. Entonces, desde las entrañas de la tierra donde el fuego nunca cesa, surgiría el que posee tantos nombres como Dios, dispuesto a agenciarse un alma. El escalofriante rito era estrictamente infalible, realmente no fallaba jamás. Esto, lejos de acobardar a Lucio, lo esperanzaba.
Guillermo también se encargó de arreglar que su amigo pasara la Nochebuena junto a su familia en la casa de unos tíos en Burzaco, que contaba con la vecindad  de Don Severo a tres casas contiguas. Esta vivienda licenciaba en sus fondos una  higuera perfecta.
Don Severo era un hombre entrado en años que, luego de morir su esposa, visitaba a su hermano para las fiestas; ergo, su conveniente ausencia colaboraba involuntariamente en el infausto plan.
Sólo un detalle faltaba conciliar: Lucio debía encontrarse con Adriana después de las fiestas bajo cualquier pretexto. La profesora Maltesse se encargó de ese detalle: a fines de Diciembre, ambos rendirían su cátedra: Derecho Usual. La “Pirucha” Maltesse nunca acabó de entender cómo el Sr. Guimarey, ostentando dos diez en los trimestres anteriores, había caído en la desgracia de cerrar el año con un cero. (Las derrotas, a veces, no son tan fáciles de explicar).
Ahorra arribo a lo más increíble del relato, en el que atenuaré o acentuaré algunos detalles que  mi voluntad, ya por capricho o por mi memoria permeable a la imprecisión, dictará para que la inverosimilitud sea tolerable.
El veinticuatro de Diciembre, Lucio se confundió entre los García, que se turnaban eufóricos para contarle las travesuras de hasta hace poco de Guillermito.
A las once y media el corazón comenzó a golpearle impaciente el pecho; adujo una urgencia estomacal y rumbo al baño, se desvió hacia los fondos. De esta manera, el por qué de su ausencia durante el brindis ya estaba cubierto.
La noche era cálida, profunda, sin estrellas; una Luna Nueva protagonizaba sin escándalo, el silencio de un cielo alto. A través de un paredón, la torpe humanidad de Lucio se halló al fin en el fondo de la casa Don Severo faltando diez minutos para las doce. Se arrojó sin la suerte de los gatos y al caer, un enano de yeso le hizo perder el equilibrio y fue a dar aparatosamente sobre unas chapas causando un estrépito que, de no haber sido por los estruendos pirotécnicos, hubiera despertado a toda la manzana.
Se rehizo en lo inmediato y una vez ante la higuera, se desnudó; al sacarse por último el reloj, advirtió que faltaba un minuto. Entonces, todo le pareció irreal, intemporal, como en los sueños. Oyó en su cabeza las palabras de Guillermo García: “… el ritual nunca falla…”.
No hubo una sola noche en la que no se haya imaginado precisamente, el instante que estaba  viviendo; pero en aquellas antesalas donde la vigilia cesa, el sueño bajaba el telón y corría un velo de incertidumbre sobre el trato… Si bien no había bosquejado su petitorio, llegado el momento no dudaría de sus palabras; era una operación simple: un alma que no usaba por el amor eterno de una mujer.
En éstos parajes oníricos estaba sumido Lucio, cuando una luz enceguecedora reverberó en su frente: “Es un ángel que Dios me envía para retractarme de éste acto…”, pensó en un principio, idea que fue desestimada inmediatamente al ver a Don Severo avanzando hacia él, con una escopeta apuntándole a la cabeza. El anciano, al tiempo que  descargaba una caterva de insultos, instaba al consternado Lucio a permanecer con las manos en alto a la espera de la policía. Cuando éstos arribaron, el cuadro melodramático fue perfecto. Lo hicieron vestir y sin dejarlo hablar (nada tampoco hubiese podido pronunciar), se lo llevaron entre los muchos curiosos que se habían agolpado frente a la casa de Don Severo, entre los que por supuesto, se encontraban  atónitos los García.
Ya en la comisaría, lo confinaron a la humedad de un calabozo, y lo incomunicaron del Universo a la espera del Comisario que se encargaría personalmente del caso. Y había una razón muy especial que hacía que el hombre de mayor autoridad en Burzaco se allegara: desde hacía unas semanas, un extraño de rasgos adolescentes había estado  incomodando a las muy bonitas muchachas del pueblo, causando no tanto pavor como revuelo.
Sólo el lector, junto a Guillermo García y a quien esto escribe, podemos dar fe de la imposibilidad de que Lucio fuera tal agresor (aunque acaso arribemos a ésta convicción más por una cuestión de ineptitud, que por un impedimento físico-temporal). Pero no así lo creyó el pueblo, y hacia la madrugada se autoconvocó en las puertas de la comisaría, ansiando hacer justicia mediante desusados métodos tales como la lapidación.
Don Severo explicó que a causa del fallecimiento de su hermano ocurrido un mes atrás, se había visto obligado a quedar en casa, y que cuando se disponía a dormir,  un ruido de chapas lo sobresaltó.
En tanto Lucio en su desarraigo, desestimó la visita de la reflexión y no se arrepintió ni un centímetro de la trunca gesta navideña. No le importaba el pueblo enardecido allá afuera, ni la inminencia de la cárcel; tampoco lo que dirían los García ni lo que pensaran sus tías y abuelas. Importaba Adriana; y si había un momento en el que no había que entregarse, era éste precisamente, y en su boca se dibujaba una mueca histriónica.
A los dos días, el Comisario (que realmente se había ocupado con celeridad del tragicómico asunto) consideró insuficientes las atestiguaciones y descartó el robo, así es que se propuso escuchar de los propios labios del exhibicionista, una declaración fehaciente de lo que realmente había ocurrido aquella noche.
Para esto confiaba en la contundencia de su robustez y de su voz, atributos que sumados a una recta práctica del deber y la justicia, le habían hecho ganar el respeto y la confianza de la gente; no su miedo. No había hombre ni mujer en Burzaco que hablara mal del Comisario.
Una vez completamente solos en su oficina, Lucio comenzó a contar la historia innecesariamente desde su principio; empujado por el hastío, el Comisario fue concretamente a la razón de su desnudez al pie de la higuera; cuando la oyó, río de tal manera que Lucio alcanzó a verle las muelas.
Cuando controló las carcajadas, preguntó el nombre de la muchacha que había generado tal hidalguía y anotó datos y detalles, con el fin de corroborar la versión.
 Finalmente, la declaración de Guillermo García colaboró en la decisión del Comisario de liberar a Lucio, a quien antes sometió bajo pretextos burocráticos a firmar unas formas  que hacían referencia a los correctos tratos que el señor Guimarey había recibido durante su corta estadía; papelería que éste apenas leyó. Cuando terminó de firmar, tuvieron la siguiente conversación:
- No se preocupe señor Comisario- dijo Lucio con voz resuelta- jamás volverá a verme por…
- No pibe, te equivocás- interrumpió el intachable hombre de la ley- sí te voy a volver a ver, te lo aseguro y serán otras las circunstancias; muy otras: serán las de tu muerte.
Lo que sonó como un epitafio, abrió un breve silencio. Luego continuó:
    - Voy a explicarte: vos me citaste en una higuera, pero yo juzgué más convencional ésta oficina para concretar el pacto que, dicho sea de paso, se encuentra entre ésos papeles que acabás de firmar; y no preguntes por la sangre que habrás oído hablar usarse en éstos casos, ni por los cuernos o la cola o el olor a azufre…son todas boberías. Y es mas, voy a darte un consejo: tené cuidado en el futuro con lo que firmás, hay muchos estafadores hoy en día en el mundo, y podés  meterte en problemas. Ahora andá nomás, que ésa muchacha te esta esperando en la puerta de ésta comisaría para amarte hasta el fin de tus días, en los que  estaré presente para llevarme lo que ya me pertenece.
Dichas palabras desataron en Lucio sentimientos antagónicos, porque mientras por un lado había obtenido en pocos minutos lo que no pudo en cinco años, algo lo entristecía; y no era precisamente el arrepentimiento. Se debía a un aquelarre de pensamientos religiosos que le habían inculcado durante su niñez, y que ahora se disputaban su corazón y su conciencia. Pero los brazos de Adriana Belvedere iban a disipar contundentemente, ésa tormenta  de vacilaciones.
Antes de retirarse, con la mano ya puesta en el picaporte de la puerta entreabierta, Lucio preguntó sin darse vuelta:
- ¿Ella también arderá junto a mi en el infierno?
- No –fue la respuesta que obtuvo –quedate tranquilo que sólo vos vas a arder. Buenas tardes.
Adriana le contó al mundo cómo mágicamente se había enamorado de Lucio al enterarse a través de Guillermo García (como no podría ser de otra manera), de las tribulaciones a las que se había sometido al intentar vender el alma por su amor; hecho que si bien finalmente ocurrió, nadie lo supo.

Lucio Guimarey y Adriana Belvedere se casaron un viernes, tuvieron hermosos hijos y una vida intensa y feliz. Hasta aquí el relato para los que gustan de finales ideales; para los que no, debo decir que un extraño accidente automovilístico, se cobró la vida de Lucio cuando estaba por cumplir los cuarenta y dos años y que a partir de entonces, Adriana llevó un luto de por vida y no volvió a estar nunca más con un hombre.
 Y tal vez sea éste preciso acto de fidelidad, de celibato incondicional, el rasgo más notable de toda la historia, ya que nos muestra la inequívoca señal de haberse tratado todo de una romántica obra demoníaca hermosamente trágica.  



                                                                                                                              Fin.










  

ELVIRA VA A ARRUINARTE


Todo empezó allá por el 58. Era verano. Luciano y yo estábamos sentados en un banco de Plaza Flores, sin pensamiento y casi sin sabernos uno al lado del otro (como dos buenos amigos), cuando vimos a un hombre de una aseada pobreza aproximarse con paso decidido. Tendría unos setenta años.
Al pasar frente a nosotros aminoró el paso, nos miró fijamente y dejó caer un billete de dos pesos. Sensibles a esto intentamos advertir al viejo de su distracción, pero éste apuró el paso y se alejó presuroso por Fray Cayetano hacia el paso a nivel. 
Algo perplejos por lo risueño de la escena, nos dirigimos a un almacén a dilapidar nuestra amena fortuna; pero el almacenero nos devolvió el billete aduciendo que éstos no se aceptaban si estaban escritos. Efectivamente, al mirarlo bien notamos una terrible inscripción:

ELVIRA VA A ARRUINARTE

Luciano, mucho más sensible que yo, creyó advertir una singular advertencia hacia su persona, según me confesó. Esa noche soñó con el viejo, y su rostro que se nos había desdibujado, esta vez, le resultó familiar. Escalofriantemente familiar.
Mi amigo era uno de los mejores promedios del colegio; solo su pánico escénico le vedaba el podio de los abanderados (en más de una ocasión lo he visto ir a menos en los exámenes).
Poseía además una zurda algebraica con la que solía describir parábolas infinitesimales en los ángulos de los arcos contrarios. Un día, Atlanta lo vio y ya no lo contamos más en los picados.
Las aulas y los potreros son, nadie lo ignora, entidades antagónicas: según la filosofía que sostienen en algunos barrios, quien tenga un diez en Matemáticas difícilmente ostente el mismo número en una camiseta. Sin embargo, ésta regla irrefutable aunque insuficiente, ejerce también sus excepciones; y Luciano era, a no dudarlo, una de ellas.
Para estos géneros excepcionales la vida les reserva la felicidad de un próspero futuro. Solo el amor de una mala mujer puede torcer ese destino de manera irremediable. Y Luciano tenía una terrible falencia: las mujeres lo intimidaban y provocaban la debacle de su carácter.
Cierta vez en un baile, consumí la noche entera tratando de convencerlo de que las miradas de dos morochas paradas en un rincón del salón, habían desbordado la insinuación, templando la inminencia de un montaraz abordaje. Tras agotar pronósticos de rechazos y presagios de indiferencia, arrastré a Luciano ante esos dos ángeles de tez cristalina y una vez ante ellas, profeticé que la brújula de nuestros corazones indicaba que ésa misma noche habríamos de encontrar el norte en el océano de sus ojos. Las súbitas y tímidas sonrisas me alentaron a preguntarles los nombres,  entonces la menos hermosa dijo:
- Yo soy Carla y ella mi hermana Elvira.
Al oír el último nombre pronunciado, Luciano cogió de la mano a Carla y la llevó casi flameando hacia la pista de baile. Yo no salía de mi asombro: jamás pensé que Luciano podría actuar así con una chica.
Inevitablemente quedamos Elvira y yo cara a cara y entonces, con un ademán del siglo XVI, la invité a que siguiéramos los pasos de la emocionada pareja.  
Lo único que puedo agregar de aquélla velada es que la alborada me sorprendió rozando los labios de Elvira, y anhelando que Luciano estuviese en una situación similar.
Por aquellos días, nuestras carreras universitarias (Arquitectura él, Letras yo) se devoraban nuestro tiempo, y nos veíamos realmente muy poco; pero después de aquella noche nuestros encuentros fueron nulos. Todo lo que sabía de él lo hacía a través de su madre, que se sentía desconcertada por el comportamiento de su hijo a partir de su noviazgo con Carla. Por ejemplo, no se explicaba cómo había abandonado el fútbol:
- Justo cuando se lo querían llevar de Independiente- renegaba su padre. (En mi opinión, el hecho de privar a un padre ver convertirse a su hijo en un Crack, merece un lugar entre los nueve círculos dantescos. Y no menos).
Esa fue la primera influencia nefasta de Carla sobre Luciano; pero jamás se lo hice saber.
El día que me trajo la invitación para su casamiento, me contó con alguna opacidad en su voz del imprevisto embarazo, del abandono de Arquitectura y de que el lunes empezaba a trabajar en la oscura ferretería de su suegro.
Dios sabe por qué hace las cosas, y en ciertas oportunidades nos permite acercarnos a la comprensión de sus cifrados hechos (nunca a su Divino y Misterioso Obrar). Tales fueron mis reflexiones al enterarme de la pérdida del embarazo de Carla; para lo que vino después, no hallé consolación: a los  pocos años de matrimonio, tras confirmar una sospecha de infidelidad, Luciano esperó a Carla en su casa y sin medir palabra, la mató.
Ante el juez no mostró culpa ni arrepentimiento: alegó que el amor que lo unía a su esposa le vedó otros caminos, y que el perdón es un asunto que debe tratarse con Dios únicamente, por lo que había propiciado el encuentro entre ambos…
Me pidió que jamás lo visitase en su encierro, lo que consentí con aflicción; lo mismo le exigió a su madre. Su padre fue el único que me tuvo al tanto de su decadencia; cuando éste buen hombre murió, Luciano se transformó en un paria. (Aunque creo que todos, de alguna rendida manera lo somos).

Muchos de nosotros permitimos con abnegada indulgencia, que se haga de noche en nuestras vidas y que la penumbra nos gane el alma. Nos place quedar a oscuras tanteando las figuras ausentes lejos del velador, o reconstruyendo las últimas imágenes de un amor. Y tal vez lo hacemos porque no nos damos cuenta que al fin, nosotros también nos hemos quedado ciegos.
Y le tememos al mar y nadamos cerca de la orilla. Pero sabemos que se acerca el momento en el que una ola nos tapará para siempre y se  llevará hacia la costa de los olvidos, nuestros mejores recuerdos.
Para aquéllos desatentos a estas sensibles cursilerías literarias, simplemente diré que he envejecido.
Hoy tengo setenta y cuatro años y he relatado hechos que inevitablemente han corrido el albur de distraerse en tintes sofísticos; tales son las consabidas licencias de una memoria permeable.
Ahora bien, no hubiese contado nada de esto a no ser por el hecho de tener hoy en frente, una carta de Luciano. La recibí hace dos semanas y describe, desde una pensión de Balvanera, con la lenta caligrafía de la que adolecen los que ya no esperan nada, los días que le tocó vivir en oscuridad y silencio; del insípido remordimiento que lo visitó algunas noches dilatándolas vanamente, porque el tiempo pierde el sentido de variar.
Adivinó que la soledad nunca es una sola y que el recuerdo, lejos de acompañar, recrudece. Sospechó tras oscuras cavilaciones que si bien Dios existe, es la Nada…
Recorrió los serenos pasillos en los que deambula la memoria y abrió puertas que nunca debió. Se preguntó cuántas casas de la ciudad acatarían hoy el capricho de sus diseños; y maldijo su incapacidad anticonceptiva y la oscura ferretería de su suegro.
También se preguntó cuánta gente hubiera sentido esa felicidad repentina que se da en las canchas, cuando una pelota arrulla en la red, de no haber acatado el capricho herético de dejar el fútbol. Finalmente maldijo a Carla y el día en que la conoció, y creo estar seguro que su maldición también me alcanzó.
Copio textualmente el final de la carta:
Antes de despedirme quiero que conozcas la razón que justifica los días que estoy viviendo: Una mañana me levanté, y el espejo me devolvió la imagen de aquél viejo, no se si te acordarás, que dejó caer un billete de dos pesos que no servía porque estaba escrito. Fue en Plaza Flores. ¿Te acordás lo que decía ése billete? Si, como no te vas a acordar. Bueno, esa advertencia estaba mal, era errónea, así que yo la voy a enmendar. Tengo un plan”.
Dicen que fatigó sus últimos días buscándose en un banco de la plaza intemporal y que finalmente se halló una tarde, solo y abstraído. Para enmendar la terrible injusticia cósmica, actuó de idéntica manera: dejó caer un billete en el suelo y se perdió presuroso hacia el fatídico paso a nivel de Fray  Cayetano.
En el mismo instante en que el tren frenaba inútilmente, el otro Luciano, el pequeño, él mismo, abría el billete y leía:

LA HERMANA TAMBIÉN


                                                                                                    FIN




PRÓLOGO


El lector, no tardará en advertir que los ejercicios narrativos llevados a cabo no fueron concebidos por un hombre de casta intelectual, sino más bien por alguien de cultura sencilla y limitada lectura. Sin embargo, no menos que procurar la simplicidad en los relatos, ha tratado de ejercer con incierta suerte, una modesta complejidad, en la que algunas adjetivaciones y metáforas consentirán el aturdimiento antes que el desagrado.
Son las sensibles inconstancias de un espíritu que mantiene con estoicismo antes que con dignidad, una constante disputa con el ansia y la desesperación.
Algunos sinónimos exagerados y una retórica dudosa, definen éste glosario de imperfecciones que no encierra otro propósito que el de entretener, desistiendo así de pertenecer a un Universo literario que claramente lo supera, pero abordando la fantástica realidad de ensueños en el que nada lo es y en el que nada hay que no lo sea.                                           

                                                        Daniel Alberto Coletta